Concluida una nueva visita de Daniel Barenboim a Buenos Aires -acompañado por la West-Eastern Divan Orchestra-, en lo que ya parece haberse convertido en una sana y bienvenida costumbre, podemos con justicia preguntarnos hasta qué punto no tiene algo de fetiche la enorme admiración que el público local manifiesta por el músico argentino español palestino israelí. Que no se malinterprete: es muy probable que esta pregunta nos llevara a concluir que, en efecto, mucho hay de fetichismo; pero esto en todo caso hablaría de una actitud del público, que en nada va en demérito del trabajo realizado por el artista, un coloso musical desde donde quiera que se lo analice.
En sus dos presentaciones para el Mozarteum Argentino, Barenboim volvió a demostrar sus dotes como director, pero también su relevancia en tanto factotum de esta orquesta, ya próxima a cumplir veinte años de historia. Porque lo que se escucha cuando uno asiste a un recital de la WEDO no tiene que ver solamente con la preparación de las obras incluidas en el programa, sino con un trabajo constante y profundo, lo cual lleva a que una orquesta termine teniendo una identidad propia que, en este caso, va mucho más allá de lo musical. Porque por detrás de la música, estos jóvenes músicos palestinos, árabes, israelíes, jordanos o libaneses demuestran que es posible no solamente convivir en paz en un mismo espacio, sino además generar arte en niveles de absoluta excelencia.
Con la participación solista de Kian Soltani en violoncello y Miriam Manasherov en viola, las presentaciones para ambos ciclos de abono comenzaron con el poema sinfónico Don Quijote, de Richard Strauss, identificada por el compositor como una serie de Variaciones fantásticas sobre un tema de carácter caballeresco. Compuesta en 1897, esta obra tiene en verdad un carácter narrativo sorprendente, al cual contribuyeron las ilustrativas notas del programa de mano, firmadas por Claudia Guzmán, sin las cuales muchos detalles seguramente se hubiesen perdido. Porque uno podría escuchar este trabajo como música pura, sin saber, por ejemplo, que Strauss representó a Don Quijote a través del cello y a Sancho Panza con la viola, o que esos extraños sonidos que emiten los metales en la segunda variación tienen como propósito pintar el encuentro entre Don Quijote y un rebaño de ovejas que el hidalgo reconoce como un ejército enemigo. Pero la experiencia decididamente no sería la misma.
En la segunda parte, habiéndose retirado los músicos adicionales requeridos por Strauss, la West-Eastern Divan Orchestra interpretó la Quinta Sinfonía de Piotr Ilich Tchaikovsky, demostrando su amplia capacidad para transmitir un sentimiento profundo, tanto como para alcanzar una notable potencia sonora en el poderoso finale de la obra. También detrás de esta obra existe algo parecido a un programa, pero mucho más vago que en el caso de Strauss: Tchaikovsky se limitó a señalar que su composición representa “la resignación plena ante el destino”.
La ovación que siguió a la sinfonía fue interminable, pero además absolutamente merecida. Después vendría un arreglo de El cisne de Camille Saint-Saêns para cello y cuerdas, y en el final una veloz versión de la obertura de la ópera Ruslan y Ludmila, de Mikhail Glinka. Es probable que en alguna medida el entusiasmo del público guardase relación con cierto fetichismo; pero ni Barenboim ni sus músicos merecían menos. Germán A. Serain
Fue el 6 de agosto de 2017
Teatro Colón
Libertad 621 – Cap.
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