Hubo un tiempo, evidentemente ya lejano, en el cual si uno deseaba escuchar música contaba únicamente con dos posibilidades. Una era concurrir a un espacio en donde los músicos se hicieran presentes, y la otra interpretar música por medios propios, en prácticas que tanto podían ser privadas como comunitarias. Y así fueron las cosas hasta que un buen día, tecnologías mediante, comenzaron a darse ciertas anormalidades. De pronto fue posible, por ejemplo, escuchar música realizada por intérpretes que no estaban allí. Era la revolución del fonógrafo.
La invención creada por Thomas Alva Edison data de 1877. Este primer artefacto capaz de grabar y reproducir sonidos fue superado rápidamente por el gramófono, patentado una década más tarde por Emil Berliner. Más allá de utilizar un disco plano en lugar de un cilindro, el invento de Berliner permitía hacer múltiples copias de un mismo registro a partir de un molde, a diferencia del fonógrafo, que requería que los músicos repitiesen la pieza que se deseara grabar tantas veces como cilindros se pretendiese producir.
El gramófono se popularizó ampliamente antes de que el disco de pasta de ebonita fuese reemplazado por el vinilo, ya a mediados de la década de 1950, logrando un mayor tiempo de reproducción y mejor calidad sonora. Al mismo tiempo se desarrolló el magnetófono de bobina abierta, antecesor del casette compacto, que derivó a su vez en otros múltiples formatos de cinta magnética.
De manera más o menos contemporánea, el surgimiento de la radiofonía representó otro cambio notable. Los primeros experimentos vinculados a la radio datan de 1895, aunque solo veinticinco años más tarde -27 de agosto de 1920- tendría lugar la primera transmisión programada de música por radio, realizada desde el Teatro Coliseo de Buenos Aires.
Es interesante destacar dos cuestiones relativas a los condicionamientos espaciales y temporales. La radio permitió que el artista y el público ya no tuviesen que estar en un mismo espacio físico para disfrutar de la música. La noche en que se ofreció por radio la ópera Parsifal desde el Teatro Coliseo, por primera vez en la historia sucedió que mientras algunos presenciaron el espectáculo desde las plateas y palcos de la sala, también formaron parte del auditorio los todavía escasos porteños que disponían de un receptor de radio a galena. Estos pudieron escuchar lo que sucedía en el teatro al mismo tiempo que ocurría, sin estar en el lugar.
Por otra parte, el gramófono y sus sucesores permitieron escuchar una experiencia musical al margen de la temporalidad. Ya no fue más necesaria la coincidencia en un mismo momento del intérprete y su público, al punto que hoy alguien puede escuchar cantar o tocar a músicos fallecidos incluso antes de su propio nacimiento. Lo mismo podría decirse del cine, que nos enfrenta a la imagen imperecedera de personas que acaso ya no están, pero se muestran ante nuestros ojos como si el tiempo no hubiese transcurrido.
En definitiva, los avances tecnológicos fueron mejorando las particularidades del simulacro. Y el uso de este término no pretende ser inocente. La radio perfeccionó su sonido, así como el cine y la televisión mejoraron su imagen. Lo mismo sucedió en el terreno de la música grabada, que en 1979 verificó otro salto evolutivo con la aparición del disco compacto, que abrió las puertas a la expresión formatos digitales. Lo que a su vez nos conduce a otra palabra: desmaterialización.
Debido a su propia naturaleza, el disco compacto firmó su sentencia de muerte en el momento mismo de nacer. Porque los bits ocupan muy poco espacio. Y porque las nuevas generaciones no requieren poseer objetos de soporte. De este modo, con excepción de los nostálgicos que salieron a recuperar el viejo vinilo como objeto de colección casi fetichista, la escucha de música se concentró en las plataformas digitales y los archivos almacenables en cualquier dispositivo de ocasión, desde el MP3 a los archivos de alta definición que exceden la capacidad de almacenamiento de un disco convencional.
Este repaso por la evolución de las formas de consumo de la música podría tener un parangón con las artes plásticas en su relación con la aparición de la fotografía: un cuadro solamente puede ser visto en un lugar y en un tiempo determinados; la fotografía carece de un original que sea distinguible de cualquiera de sus copias. De esta manera, los avances tecnológicos disuelven la necesidad de un aquí y un ahora.
Pero hay todavía más, porque los avances tecnológicos actuales también permiten falsear las cosas, al punto de que el simulacro puede llegar a ser más convincente que la misma realidad. Las computadoras permiten manipular imágenes y sonidos hasta límites insospechados. Técnicas de edición mediante, es posible que lo que vemos y/o escuchamos jamás haya estado allí realmente. Las representaciones suelen tener una apariencia de mayor perfección que los propios referentes originales.
Por ejemplo, para que resulte más claro, cuando en 1994 el director francés Gérard Corbiau presentó su film sobre la vida del célebre castrato Farinelli, la banda sonora de la película fue todo un éxito. Sin embargo, lo que el público escuchó fue una síntesis digital de las voces de una soprano (Ewa Malas-Godlewska) y un contratenor (Derek Lee Ragin). En otras palabras, la gente disfrutó con una voz que jamás existió en el mundo real. Bienvenidos a la era de la virtualidad y el autotune. En otras palabras: de la irrealidad.
Hablemos brevemente acerca de 2020, que de seguro será recordado durante algún tiempo como el año de la pandemia. Los teatros y las salas de concierto se cerraron. Los espectáculos presenciales de a poco migraron a las pantallas de las computadoras, los televisores inteligentes y los celulares, convirtiéndose en las protagonistas principales de una nueva cultura. Los medios, los políticos, los infectólogos y la gente en general, todos comenzaron a hablar de una nueva normalidad, que implica el distanciamiento social.
Es el tiempo del streaming: artistas y público unidos a través de la técnica, pero cada quien resguardado en su propio espacio. La pregunta es si este distanciamiento y esta nueva cultura serán temporales o si en alguna medida habrán llegado para quedarse. Por lo pronto, la remisión definitiva del virus y de sus eventuales mutaciones parece inscribirse en un horizonte lejano.
En cualquier caso, en apenas unos meses se naturalizó la idea de que los artistas llegasen a su público a través de pantallas. Después de todo, en los recitales de rock más populares, ¿no termina el público viendo a sus ídolos en grandes pantallas colocadas a los costados del escenario, cuando la distancia no permite mayores sutilezas? De una presencialidad con pantallas a unas pantallas sin presencialidad, no parece haber una gran diferencia.
Sin embargo, al mismo tiempo, algo nos lleva a querer rebelarnos ante esta idea. Y enhorabuena que así suceda. Porque el arte verdadero supone la presencia de un aura, vinculada a eso que auténticamente sucede en un aquí y un ahora determinados, únicos e irrepetibles, que ninguna tecnología conocida hasta el momento ha logrado verdaderamente capturar. Pese a todo parece haber llegado un tiempo de nuevas anormalidades. Del afianzamiento de un arte sin presencia. Y esto abre un sinnúmero de interrogantes. Los simulacros son cada día más perfectos, sin lugar a dudas. Pero no dejan de ser eso: simulacros. Germán A. Serain
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