BASURA, LIBROS Y FETICHISMO

Una reflexión acerca de las formas y los contenidos

En estos últimos días circuló en las redes sociales una noticia que generó un nada disimulado beneplácito entre los amantes de los libros y la lectura. Resulta que un grupo de recolectores de basura se tomó el trabajo de separar aquellos ejemplares que por un motivo u otro la gente descarta junto con sus residuos domiciliarios. Y constituyeron, en apenas siete meses, una biblioteca comunitaria en una vieja fábrica abandonada desde hacía dos décadas.

Dicha biblioteca hoy ya cuenta con más de 4.750 títulos, que pueden ser consultados gratuitamente por los propios basureros o por todo otro lector que desee acercarse a las instalaciones. Poco pareció importar, entre quienes celebraron la noticia, que la loable iniciativa no tuviese lugar en nuestro país, sino en un paraje tan lejano como el de la ciudad de Ankara, en Turquía.

La biblioteca, en principio, estaba pensada para los 700 recolectores del municipio de Cankaya y sus familias, pero finalmente quedó abierta a toda la comunidad. Según se consigna, ya hay 1.500 libros más a la espera de ser inventariados, y todos los días se suman nuevos ejemplares rescatados de la basura. La biblioteca ha despertado mucha curiosidad, tanto en Turquía como en el extranjero. Al parecer ahora muchas personas tiran sus libros en bolsas de plástico, separadas del resto de los desperdicios, para facilitar su recuperación.

“Leer libros desarrolla la inteligencia, fomenta ideas nuevas, y eso es algo que a la gente la hace más feliz”, señala uno de los recolectores. Ahora bien, en el catálogo de esta inusual biblioteca se encuentra de todo, desde novelas rosas a libros de economía, historias de terror o cuentos para niños. Los libros se clasifican por ahora en 17 categorías, aunque lo ecléctico de los hallazgos pronto dará lugar a nuevas instancias de clasificación. Porque el criterio es el de “todo se rescata”.

Y entonces aquí viene la crítica al asunto, porque en las redes sociales muchas personas coincidieron en escribir comentarios que rondaban la siguiente idea: ¿cómo es posible que haya gente que sea capaz de tirar un libro a la basura? ¿A qué grado de incultura hemos llegado que un libro ya no es representativo de algo valioso? No nos apresuremos a condenar esta idea.

Hay toda una generación para la cual el objeto libro es prácticamente asimilable a un sinónimo de cultura. Pero esto no es necesariamente cierto, ni mucho menos. Los libros en sí mismos no son necesariamente buenos. Tampoco malos, por supuesto. El punto es que resulta necesario poder diferenciar el libro en sí mismo, de las ideas que ese libro contiene.

Hubo una época en la cual muy pocas personas tenían acceso a los libros. Eran objetos muy raros y exclusivos, copiados a mano por pacientes escribas, prácticamente orfebres de la palabra escrita. La invención de la imprenta de Gutenberg facilitó muchísimo las cosas, pues en el mismo tiempo que antes demandaba el copiado a mano de un libro, ahora podían imprimirse cientos. ¿Cómo no ver un avance notable en este hecho? ¿Cómo no ver una democratización de la cultura?

Sin embargo, como bien han señalado muchos críticos -entre ellos Walter Benjamin-, una mala noticia se esconde detrás de esta aparente democratización: los miles de nuevos lectores que se fueron incorporando al naciente mercado editorial tenían intereses muy diferentes de aquellos pocos lectores que tenían acceso a los viejos libros copiados a mano que se atesoraban en los monasterios. Seguramente, y no sin razón, verían con mayor simpatía un folletín rosa que un tratado de filosofía o de botánica.

De manera que el libro también podría ser visto, desde otro punto de vista, como un germen de la superficialización de la cultura. Como bien dice el saber popular, nada es verdad, nada es mentira, todo es del color del cristal con que se mira. A lo que vamos es que no es el libro en sí mismo, en tanto soporte material, lo que realmente debería interesarnos, sino en todo caso su contenido.

Se trata en definitiva del mismo error que lleva a muchas personas a criticar hoy la supuesta alienación de aquellos jóvenes enfrascados en las pantallas de sus dispositivos móviles, cuando no verían nada de reprochable para el caso de que esos mismos jovencitos estuviesen igualmente concentrados en las páginas de un libro. Ahora bien, ¿están seguros, aquellos que se apresuran a criticar, que ese jovencito no está leyendo en su celular un libro en formato digital?

Ha llegado el momento de decirlo: hay libros que son basura. Incluso antes de que sean comprados por sus eventuales lectores en una librería. Tirarlos en la misma bolsa de residuos en la que se descartan un montón de cáscaras de papa y otros desperdicios domiciliarios, algunas veces puede ser también un modo legítimo de ejercer la crítica literaria.

Recuperarlos solamente porque son libros, o celebrar su recuperación reprobando a quienes los han descartado, sin detenernos a considerar antes si esos libros merecen ser recuperados, no deja de ser en el fondo un curioso modo de fetichismo.

Recuperar libros de la basura puede ser una iniciativa valiosa. Pero más valioso es recuperar también nuestro sentido crítico.  Germán A. Serain

 

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