Antes de hablar de la destrucción de la lengua, o del lenguaje inclusivo o exclusivo, imaginemos que dos personajes tan dispares como George Orwell y Agustín Laje se hubieran encontrado en un café cualquiera para hablar sobre el futuro. Quizás ni se les hubiera cruzado por la cabeza que coincidirían en el tema de la manipulación de la lengua para fines ideológicos. Orwell murió en 1949, y Laje nació cuatro décadas más tarde, cinco años después del año “profético” que le dio al británico el título de su novela más renombrada: 1984. Aunque no es solo la dimensión temporal lo que separa a estos dos hombres, sino su pensamiento político. Orwell fue socialista toda su vida, y Laje se inscribe en la derecha conservadora.
Es difícil aventurar si Orwell sabría de antemano lo que ocurriría después de su muerte. El mundo de 1984 es una versión extrema de las dictaduras pasadas, presentes y futuras. Reescribir la historia sistemáticamente es la norma; el control absoluto del Estado para cuestiones como la economía, el pensamiento y la libertad de consciencia no es nuevo. Pero hay un detalle que debería llamarnos la atención, está al final del libro y merece nuestra mayor atención. Como digresión de lo puramente narrativo, Orwell pergeñó en forma de ensayo un apéndice sobre Newspeak, la Neolengua. La trama de la novela incluye ejemplos de este engendro: doblepensamiento (doublethink), nopersona (unperson), doblemásbueno (doubleplusgood). Todos vocablos que tienden a reemplazar y a anular la riqueza de la lengua. Y lo más terrible: anular la capacidad de pensamiento individual.
Una de las primeras cuestiones que Orwell menciona en este apéndice sobre esa lengua ficticia es que hacia el año 1984 -momento en que se desenvuelve el drama de Winston y Julia- no había hablantes de Newspeak que lo usaran como único medio de comunicación escrito u oral. Lo curioso es que, dice Orwell, sí se usaba en los artículos más importantes del medio gráfico de entonces, el Times. Y se esperaba que para el 2050 todos, absolutamente todos, usaran Newspeak en reemplazo del Oldspeak, la Viejalengua -es decir, el inglés como se lo conoce. Dice también Orwell que Newspeak iba ganando terreno, en especial entre los miembros del Partido, que usaban vocabulario y construcciones gramaticales de la Neolengua en el habla diaria. Parsons, el vecino de Winston, es un claro ejemplo.
¿Suena familiar? Por supuesto. Podría decirse que desde aproximadamente un lustro el mal llamado “lenguaje inclusivo” (en adelante, lenguaje exclusivo) nos ha tomado por asalto. Y es un asalto, por una parte, a las normas de la lengua, y por la otra, al sentido común. Se trata de una variante artificiosa según el capricho de unos pocos que pretenden imponer su mirada sobre una cuestión tan delicada, compleja e innegable como la genética de las personas. Pero decir “por asalto” es quedarse corto. A estas alturas, quien cree que esto del lenguaje exclusivo es algo inocente, o una moda y que como tal “va a pasar” es de una ingenuidad supina. ¿Por qué entonces, tanta sistematicidad e insistencia desde los organismos estatales y ciertos medios masivos de comunicación y exponentes de la cultura -sobre todo, si están más alineados hacia la izquierda- para escribir de una manera que, siendo generosos, parece un mal chiste de escolares inmaduros? Porque, al mejor estilo Goebbels, algo quedará.
Lejos de ser un mal intento de “corrección política”, el lenguaje exclusivo no incluye a nadie. Anulando una vocal se pretende negar u ocultar la genética sexual de las personas con la excusa de que “cada cual se autopercibe como quiere”. Sin embargo, se le sigue asignando “género” a todo lo que no es humano. Se habla de **les persones**, pero se sigue escribiendo “el auto” o “la casa”. Así han surgido engendros con la equis, la “e”, la arroba, y hasta una estrafalaria combinación de “a” con “e” (ejemplo: **laes**) o, directamente, suprimir la vocal: **tods**. Impera una nefasta anarquía lingüística que confunde más que ayuda. Porque quienes hacen gala de semejante estropicio no se ponen de acuerdo sobre cuáles son las normas que deberían regir esta cuestión, y es que no las hay. Tampoco son coherentes en su uso en la oralidad: escriben con la “e”, pero a la hora de la verdad, la “o” les sale con una naturalidad pasmosa.
En los años ochenta se había producido un revuelo con la llegada a nuestra TV de los programas del mexicano Roberto Gómez Bolaños. Términos como “menso”, “órale” y otros modismos se habían instalado entre quienes de niños seguíamos al Chavo y al Chapulín Colorado. Pero no fue más que una moda y, una vez pasado el furor, los niños de entonces seguimos hablando como de costumbre. Nadie impuso nada en uno o en otro sentido. El problema con este lenguaje exclusivo es que no viene importado de un programa de televisión, ni surge, como el lunfardo, de los barrios más humildes para ir metiéndose naturalmente en otros estratos sociales. Es la sistematicidad con que distintos estamentos de la administración pública sientan precedente con este tipo de cosas. Es decir, se pretende un cambio lingüístico de arriba hacia abajo.
Agustín Laje, politólogo y co-autor con Nicolás Márquez de El libro negro de la nueva izquierda, es muy claro en este punto. En la obra citada explica el porqué de esta (y otras) tendencias actuales, y refiere que este fenómeno no es privativo de la lengua española: el sueco incorporó un artículo “neutro” (hen) para diferenciarse de han (él) y hon (ella). Lo preocupante es que esta modificación parece estar digitada “desde arriba”. Márquez, por su parte, habla más adelante sobre el manoseo del idioma y del sentido de las palabras para acomodarlas a la agenda de ciertos sectores.
Llama la atención que, en algún punto, los pensamientos de Laje y de Orwell parecen tocarse. Pese a estar en las antípodas políticas, ambos tienen una mirada harto crítica de las imposiciones, en este caso de los tan mentados “cambios” lingüísticos en aras de una corrección política que deja bastante que desear. Ambas miradas, en los polos del espectro político, merecen ser leídas, digeridas y meditadas para encontrar un punto de equilibrio que ponga un freno a las intenciones de quienes quieren hacernos comulgar con ruedas de molino o tomarnos por idiotas. O por tontes. Viviana Aubele
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