Antes de hablar en newspeak, o neolengua, recordemos. En 1950, hace siete décadas, Eric Arthur Blair -más conocido como George Orwell– dejaba este mundo, gravemente enfermo y sumido en el desencanto. Después de haber experimentado las condiciones paupérrimas de los mineros ingleses, de habérselas rebuscado para sobrevivir en París y de haber luchado contra las fuerzas del Generalísimo en Cataluña, Orwell se retiró, al final de sus días, a una isla solitaria del noroeste de Escocia.
Desde allí lanzó una última invectiva contra la tiranía de Stalin, en particular, y contra cualquier tipo de totalitarismo, en general: 1984. En el mundo distópico de Winston Smith, Julia, O’Brien y Big Brother, el gobierno totalitario de Eurasia se hallaba abocado a diseñar una nueva lengua, Newspeak, que aboliría al inglés estándar, u Oldspeak.
George Orwell dedicó todo un apéndice a un minucioso análisis de la (ficticia) undécima edición del Dictionary of Newspeak. Esta lengua artificial debería cumplir ciertas metas dignas de unos lunáticos. Manipularía el idioma hasta anular cualquier modo de pensamiento que divergiese del Ingsoc (la ideología política dominante en Eurasia). La polisemia sería una ficción, en especial en términos controvertidos (la palabra free no tendría el sentido de libre en lo político, sino libre de calorías o de alguna otra cosa más profana).
Así, el riquísimo acervo lexicográfico de la lengua inglesa se iría reduciendo hasta hacer obsoletos aquellos términos no funcionales e incluso peligrosos para los fines del Partido, y finalmente eliminarlos de los diccionarios y de la memoria colectiva de los eurasiáticos.
Una actitud lingüística negativa de los hablantes hacia su lengua materna puede causar la extinción de esa lengua. Un pueblo puede dominar a otro pueblo más débil y su lengua puede aportar préstamos a la lengua del pueblo dominado; así fue con la conquista normanda y la plétora de galicismos en el inglés.
Es posible que un idioma se convierta en lengua de comunicación amplia: es el caso del inglés en nuestros tiempos y lo fue el griego en tiempos antiguos. En una lengua, los mismos hablantes concuerdan naturalmente en qué palabras utilizar y en cuáles otras quedarán en la obsolescencia. Es decir, las modificaciones suceden de abajo hacia arriba, espontáneamente: no se fuerzan ni se deben imponer. Pretender modificar una lengua por imposición o por capricho, o peor aún, abolirla, es otro cantar.
Recordemos que el japonés no logró imponerse en Corea, pese a la dominación de los primeros sobre los segundos. Por más esfuerzos que hiciera Franco, el vasco, el catalán y el gallego están más vivos que nunca. Pese a las persecuciones y los sufrimientos de sus hablantes, el hebreo renació gracias a Eliezer Ben Yehuda, y el armenio sobrevivió y parece gozar de buena salud.
No es la idea aquí abrevar en un estudio de cómo funcionan las lenguas, ni convertir estas líneas en un panfleto ideológico-político, no es este el espacio. Pero en estos tiempos de parate pandémico sería oportuno y sano hacer todos (con “o” inclusiva) justamente eso: un sesudo parate para reflexionar sobre qué es lo que estamos haciendo, y qué es lo que nos estamos dejando hacer, en lo que a nuestra bella lengua castellana/española respecta
¿Cuál será, entonces, el sentido de estos atropellos que pululan en gran medida en la lengua sobre todo escrita, pero que nadie en su sano juicio se animaría a verbalizar por no caer en un merecido ridículo? ¿Por qué estos lúmpenes pseudolingüísticos gozan de una alegre e irresponsable popularidad entre docentes, clase política, profesionales, justamente quienes deben velar por la educación y la libertad ideológico-política de las futuras generaciones de ciudadanos?
¿Por qué el común de la gente escribe de manera estrambótica, antiestética e ilegible en las redes (sin mencionar los horrores ortográficos fosilizados en el inconsciente colectivo), pero seguramente en su oralidad cotidiana no reproducen estas paparruchadas, porque va de suyo que son artificiosas e insoportablemente engorrosas?
Se impone, entonces, en nuestra vapuleada y decadente sociedad, una seria y fundamentada reflexión de por qué esta absurda corriente pareciera querer dar una batalla cultural y arrasar con todo y con todos (con “o” otra vez), echando por tierra siglos de tradición lingüística. Viviana Aubele
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