El cazador y el buen nazi – Actúan: Jean Pierre Noher, Ernesto Claudio – Voz en off: Gabriela Licht – Vestuario: Daniela Taiana – Escenografía: Hector Calmet – Iluminación: Miguel Morales – Musicalización: Jean Pierre Noher – Dramaturgia: Mario Diament – Dirección: Daniel Marcove.
Alguien dijo alguna vez que ningún ser humano es tan perverso como para no ser capaz de encontrar argumentos que sirvan para justificar sus actos más deleznables; esos que los demás ven como una cabal muestra de su bajeza o maldad. Por supuesto, tales justificaciones sirven para acallar la propia conciencia, más que para convencer a los demás. Pero en el fondo siempre están presentes ambos objetivos.
Todos sabemos, siquiera intuitivamente, cómo justificarnos; cómo despegarnos de la idea de que acaso merezcamos el desprecio de quienes pueden juzgarnos. Por eso somos arquitectos de memorias inventadas, que solemos colocar en el lugar de los hechos, reemplazándolos a nuestra conveniencia. Y buscamos que los demás crean esas historias. Por eso acierta Eduardo Galeano cuando dice que es lógico que ciertas personas se inquieten, carraspeen y se incomoden cuando uno hace el simple ademán de ponerse a recordar.
El cazador y el buen nazi se sitúa en Viena, en mayo de 1975. Simon Wiesenthal, célebre cazador de nazis se encuentra en su oficina del Centro de Documentación con Albert Speer, ex ministro de Armamentos del Tercer Reich. El primero ha sido prisionero en el campo de concentración de Mauthausen-Gusen. Tras la liberación, en lugar de intentar borrar los horrendos recuerdos de lo vivido, se ha dedicado a localizar a criminales de guerra nazis fugitivos, para llevarlos ante la justicia. El segundo, antiguo arquitecto y hombre de confianza de Adolf Hitler, también supo ser prisionero. En su caso, fue sentenciado en los juicios de Núremberg a veinte años de prisión. Responsable del desalojo de muchísimos judíos de sus hogares en Berlín, fue acusado además por la explotación de trabajadores forzados en las fábricas de armamentos durante la guerra. Evitó por poco la horca. Recuperó su libertad en 1966.
Sostenido por muy buena documentación histórica, Mario Diament imagina los detalles de ese encuentro extraordinario. Esos dos hombres no son amigos -es imposible que lo sean- pero tampoco enemigos. Hay entre ellos recelo y mutua desconfianza, pero sobre todo curiosidad. Cada uno desearía comprender mejor al otro, para que ciertas oscuridades cobrasen sentido. Dos excelentes actores, Jean Pierre Noher y Ernesto Claudio, encarnan a estos personajes, muy bien dirigidos por Daniel Marcove. El resultado es una lección moral indispensable, donde las conclusiones quedan, provocativa y sabiamente, a cargo del espectador.
Los límites de la responsabilidad, la complicidad, la comodidad, la justicia y el perdón nos sacuden. Hay una borrosa línea que separa el horror de lo humano. Esos son los ejes de esta obra, necesaria, pues el presente reactualiza peligrosamente episodios que uno creía enterrados por el tiempo. Y para que quede en claro: no, no hubo nazis buenos. La expresión, que es en sí un contrasentido, es irónica. Speer construyó una imagen de sí mismo que lo presentaba como un ingenuo que desconocía los monstruosos crímenes del Tercer Reich. Algo así como un tecnócrata apolítico al cual bien puede aplicársele la expresión acuñada por Hannah Arendt que alude a la banalidad del mal.
Cuando en 2004 se estrenó ese maravilloso film alemán titulado Der Untergang (en nuestro país se conoció como La caída), escrito por Bernd Eichinger y dirigido por Oliver Hirschbiegel, se desató una fuerte polémica. Es que la película, que cuenta los días finales de Adolf Hitler, retrata al dictador desde una perspectiva muy humana, que contrasta con la horrenda criminalidad de sus actos. Sin embargo, es precisamente allí donde radica el valor de esa producción: de un monstruo no cabe esperar sino monstruosidades. Cuando esos actos aborrecibles provienen de una persona común y corriente, es allí donde deberíamos revisar qué sucede. Así son presentados también aquí los personajes. En su dimensión plenamente humana.
Un periodista argentino señaló, en relación a nuestra propia historia reciente: “Nadie mata a 30.000 personas si la población no está de acuerdo. En algún lugar, por acción o por omisión, la gente estuvo de acuerdo con lo que pasó”. Allí es donde se ubica la responsabilidad humana. La de todos, en última instancia.
Atrévase a enfrentar El cazador y el buen nazi, una gran obra, imprescindible. No lo lamentará. Y ya que citamos a Galeano más arriba, cerremos con otra referencia suya a nosotros mismos: “La amnesia, dice el poder, es sana. Desde el punto de vista del poder, no sólo estaban y están locas las madres de sus víctimas, sino que también están locos sus propios instrumentos, los verdugos, cuando no pueden dormir a pata suelta, sin otra molestia que los mosquitos del verano. No es mucha la gente que nace con esa incómoda glándula llamada conciencia, que segrega culpa, pero a veces se da: cuando un oficial del ejército argentino, el capitán Scilingo, reveló que no podía dormir sin lexotanil o borrachera desde que había arrojado al mar a treinta prisioneros vivos, sus superiores le recomendaron tratamiento psiquiátrico, porque se había vuelto loco”. Germán A. Serain
Lunes a las 20.30
Teatro El Tinglado
Mario Bravo 948 – Cap.
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