LAS MANOS SUCIAS, teatro político

Una obra de Jean-Paul Sartre que plantea el debate entre el ideal y la conveniencia

Las manos sucias Actúan: Daniel Hendler, Guido Botto Fiora, Florencia Torrente, María Zubiri, Ariel Pérez de María, Guillermo Aragonés, Nelson Rueda, Juan Pablo Galimberti, Ramiro Delgado – Música: Gustavo García Mendy – Iluminación: Miguel Solowej – Escenografía y Vestuario: Micaela Sleigh – Dramaturgia: Jean Paul Sartre – Adaptación y dirección: Eva Halac

Tal como sucede en Crónica de una muerte anunciada, la novela de Gabriel García Márquez; también aquí, apenas iniciada la obra, nos enteramos de que Hoederer, el personaje principal, va a morir asesinado. También sabemos que Hugo será quien lo ultime. Todo lo que resta es conocer el entramado de la historia, el devenir detallado de los acontecimientos. Y sobre todo las sutilezas que hacen al fundamento del porqué.

Jean Paul Sartre publicó Las manos sucias en 1947. La acción tiene lugar en un país imaginario,  que podría corresponderse con alguna región de la antigua Yugoslavia, durante la Segunda Guerra Mundial. EI gobierno está en manos de los conservadores, aliados de la Alemania nazi. Por otra parte, están el Partido Proletario, integrado por comunistas y aliado a los soviéticos, y los nacionalistas burgueses, contrarios a los otros dos bandos.

El eje de la obra se vincula al dilema que plantean las potenciales alianzas entre estas fuerzas antagónicas. El debate entre el ser y el deber ser. El reclamo de luchar por los ideales que se defienden, y del otro lado el pragmatismo propio de la política, que exige ensuciarse las manos y torcer cualquier ideal en función de la obtención de los logros que se persiguen.

La mayoría del Partido Proletario se opone a cualquier negociación con el fascismo conservador. Sin embargo, desde su liderazgo jerárquico, Hoederer apoya la creación estratégica de una alianza para que gobierne el país después de la guerra. Una facción del partido, representada por Louis, considera su postura como un acto de traición y decide eliminarlo. Será Hugo Badine, un joven intelectual que se ha acercado al partido repudiando su cuna aristocrática, quien reciba la orden de acercarse a Hoederer, tomando el rol de su secretario, para asesinarlo.

La puesta de Eva Halac es respetuosa del libro original. Y todas las actuaciones son meritorias, comenzando por Daniel Hendler en el rol de Hoederer y Guido Botto Fiora como su asesino. «No tengo objeción de principios contra el asesinato politico; eso se practica en todos los partidos», dirá su personaje. Pero el conflicto se ubica más allá de la cuestión de la vida o la muerte, de matar o morir. Es por eso que no tiene relevancia el spoiler inicial. Y tampoco es la gran cosa que al final Hugo vaya o no a ser sacrificado por los camaradas a los que ingenuamente pretendía defender. Lo que importa es el debate interno que se oculta detrás de ese crimen.

«Siempre se ha mentido un poco en el Partido; como en todas partes», se justifica Hoederer. Hugo, en cambio, insiste en ver las cosas de un modo diferente: «¿De qué sirve luchar para la liberación de los hombres si se los desprecia lo suficiente como para engañarlos?». La respuesta a esta pregunta es pragmática: los objetivos justifican los medios. «Mentiré cuando haga falta. La mentira no la he inventado yo. Nació de una sociedad dividida en clases y cada uno de nosotros la heredó al nacer. No aboliremos la mentira negándonos a mentir, sino empleando todos los medios a nuestro alcance para suprimir las clases».

La política implica siempre la persecución de un lugar de poder. La cuestión en debate es si la corrupción de los ideales se ubica inevitablemente en el seno mismo de cada partido. Y entonces ya no se trata solamente de una obra de teatro, sino de una reflexión necesaria sobre nosotros mismos. «¡Cuánta importancia le das a tu pureza! ¡Cuánto miedo de ensuciarte las manos! La pureza es para los monjes. A ustedes, los intelectuales, los anarquistas burgueses, les sirve de pretexto para no hacer nada. Para permanecer inmóviles, apretar los codos contra el cuerpo, usar guantes. Yo tengo las manos sucias. Sucias de mierda y de sangre hasta los codos. ¿Imaginas que es posible gobernar inocentemente?».

Hoederer va a morir, asesinado por Hugo. En el epílogo, lo que se definirá es la suerte del asesino, convertido a la larga en una amenaza, en un cabo suelto. «Un asesino nunca es solamente un asesino», dirá Hugo en algún momento. Ese es el problema. De los asesinos se espera que se limiten a hacer lo que se les ordena, sin que tengan el reflejo de reflexionar sobre sus actos. El soldado no piensa; solamente obedece.

De más está decir que el verdadero final de Las manos sucias no tiene lugar en el escenario, sino en la intimidad del público. ¿Cuál de esas dos actitudes terminará adoptando el espectador de la obra como más representativa de su fuero interno? ¿Se permitirá darse el lujo de pensar o se limitará a obedecer ciegamente lo que su rol social le exija? Germán A. Serain

Se dio hasta septiembre 2022
Teatro San Martín
Av. Corrientes 1530 – Cap.

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