La imagen que ilustra esta nota circula en las redes sociales desde hace algún tiempo. Se trata de un díptico en cuya sección izquierda podemos apreciar a un hombre del Paleolítico pintando un toro como los que se ven en las pinturas de la cueva de Altamira, en España. Y del lado opuesto se ve a Pablo Picasso, vestido casi como el cavernícola antedicho, realizando una esquematización en estilo cubista del mismo toro.
Desconozco la autoría de la imagen, pero lo cierto es que ha sido blanco de múltiples comentarios en la página donde fue publicada, ya sea elogiando o defenestrando el genio de don Pablo Picasso, ya sea comparando la imagen con la conocida representación de la teoría darwiniana. Pero resultó tiernamente sorprendente la dulce indignación de una amiga, conocedora a fondo del tema, quien, cuando vio la imagen, no quedó para nada complacida y se encargó de fustigar dicho paralelo no sin una ilustrada fundamentación.
A simple vista, pareciera que el dibujante se propuso equiparar a Picasso con un primitivo individuo que apenas podía esbozar un sencillo boceto, haciéndolo iniciador de una supuesta cadena evolutiva de las artes plásticas. ¿Quiénes conformarían los distintos eslabones de la cadena? ¿Cimabue? ¿Leonardo? ¿Rembrandt? ¿Diego Rivera? ¿Quién sería el “eslabón perdido”? Hasta los rasgos faciales y la actitud corporal de ambos personajes se asemejan. Pero ¿será que el autor querría decir otra cosa?
Es inherente en el ser humano la capacidad de abstraer conceptos. Existen ejemplos en objetos rescatados de la prehistoria que presentan decoraciones con dibujos no figurativos, con lo que está claro que el arte abstracto no es invención moderna. Por otra parte, lo que el anónimo autor de las pinturas de Altamira evidentemente quiso hacer -y que Pablo Picasso retoma siglos más tarde- es reproducir en pocos trazos algo mucho más complejo que se presenta en la vida real, de modo que sea fácilmente reconocible.
El cavernícola, entonces, podría haber sido cualquier cosa—menos cavernícola para el arte. El ignoto pintor rupestre y el maestro cubista se unen como en un extraño encuentro, en una dimensión temporal ajena a las propias, y coinciden en esa increíble virtud que solo los humanos poseemos.
¿Cuál sería el corolario de todo esto? Podría ser el siguiente—y no se pretende ser categórico: que nosotros, seres caídos de carne y hueso, podemos correr el riesgo de cometer el mismo pecado de intolerancia del que fue víctima el argentino Emilio Pettoruti, a quien la incomprensión de la época le prodigó un escatológico rechazo al cubismo de sus obras, escupitajos mediante. Una intolerancia comparable a la que quienes con mucha mordacidad y via Facebook realizan publicaciones de dudosa objetividad y aún menos profesionalismo.
Así como es inherente en el ser humano la capacidad de abstraer y de hacer una mímesis de la realidad, también lo es el apuro en emitir juicios de valor sobre las manifestaciones artísticas. Afortunadamente para Pablo Picasso o Emilio Pettoruti, solo el tiempo logra aplacar ánimos, solo el tiempo calma la furia que genera la novedad de lo distinto y desconocido, y revierte un provisorio triunfo de la ignorancia que, a todas luces, es también atributo humano. Viviana Aubele
Especial agradecimiento a Viviana L. Ortolá, profesora en Bellas Artes, artista plástica y amiga personal, por compartir sus valiosos conocimientos sobre el tema.
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