CINE ACONCAGUA, romance de barrio

Uno de los tantos lugares de Buenos Aires que languidecen en una agonía eterna

Si va desde Villa Devoto a Belgrano por avenida Mosconi, al cruzar la avenida San Martín, podrá observar a la mano derecha, al 3300 de la avenida, el Cine Aconcagua. Esta sala es el fruto del sueño de uno de los tantos inmigrantes italianos que llegaron a estas tierras esperando construir un futuro para sí y para su descendencia. El siciliano José Patti no solo invirtió sus ahorros, sino que hipotecó su casa para adquirir los terrenos sobre los que se levantaría esa sala que, según pensaba, les evitaría a él y sus vecinos el viaje a los cines del microcentro. Inaugurado en 1945, el cine tiene una capacidad de 900 butacas en platea y otras 300 en pullman, más un escenario de madera para números vivos. Patti pensó que su cine sería lo más grande en el barrio, a la sazón sin edificios molestos que obstruyeran las vistas, y que sería distinguible desde la General Paz. De ahí el nombre “Aconcagua” y la razón por la que Patti hizo tallar en las escaleras del acceso al pullman un relieve de los Andes y un cóndor que los sobrevuela.

Hoy, el Cine Aconcagua es el desolado recuerdo de un tiempo en que figuras como Carlitos Balá, Alberto Castillo u Oscar Alemán llevaron su talento al barrio de Villa Pueyrredón, y en que las familias incluían en sus paseos una ida al cine. Sin ser ajeno a los vaivenes económicos de la Argentina y los cambios de paradigmas sociales, el teatro cerró a mediados de los años noventa. Huelga decir que el auge de los videoclubes y la televisión por cable fueron factores determinantes.

Como tantas otras salas barriales, el Aconcagua fue alquilado a una agrupación neo-carismática, la Iglesia Universal del Reino de Dios. Criticable o no, habría que reconocerle a dicha denominación que, en mayor o menor medida, retardara el inexorable deterioro que el edificio viene padeciendo desde 2009, año de su cierre definitivo. A partir de entonces, ha acontecido una serie alienante de marchas y contramarchas, entre estas un proyecto de expropiación, un veto del entonces Jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri, una venta en pandemia, un intento de apertura de concesionaria de autos, y una oferta por internet para su alquiler. Demasiados contratiempos para el sueño del pobre Patti y de muchos vecinos que crecieron a la sombra del Aconcagua.

Lamentablemente, y como muchos porteños sabemos, no es el único ejemplo de cine cuya existencia se ve en riesgo de demolición y olvido. Un caso emblemático es el del Cine Teatro Taricco, en la avenida San Martín al 2300, barrio de La Paternal. La entrada tapiada guarda los fantasmas de una época de gloria que dio vida al lugar hasta su cierre en los años sesenta. Por las instalaciones pasaron dos supermercados, uno de ellos tan emblemático como el Taricco: el Supercoop de El Hogar Obrero, otro emprendimiento malogrado que marcó una época en la vida de los argentinos. No obstante, para no deprimir a nuestros estimados lectores amantes del patrimonio cultural de la ciudad, debemos decir que, afortunadamente, un cine/teatro que burló el destino de sus semejantes es el Gran Rivadavia, en Floresta, que solo permaneció cerrado una década. Hoy, la sala construida por el arquitecto Alberto Prebisch (el gestor del Obelisco Porteño) y declarada sitio de interés histórico por la Legislatura porteña, aún es un faro del quehacer cultural fuera del circuito de la calle Corrientes. Viviana Aubele

 

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