Podemos hablar de un arte absurdo, o bien del absurdo llevado al terreno del arte, que no es lo mismo. Pero comencemos refiriendo un chiste, que circula entre los críticos de arte y los artistas. La situación se da en el contexto de un museo. Allí, ante una enorme pared vacía, completamente blanca, se da el siguiente diálogo entre dos personas del público. La primera, señalando la pared blanca, le pregunta a la segunda:
– Disculpe, ¿sabe usted cómo se titula esta obra?
– Perdón, ¿a cuál obra se refiere?
– A esta que está precisamente aquí, delante de nosotros.
– Ahí no hay nada.
– “Ahí no hay nada”… Magnífico título. Sobrecogedor.
El chiste nos remite a otras situaciones y ejemplos. El primero podría sin duda ser la obra teatral Art, de la dramaturga francesa Yasmina Reza, estrenada en 1994. Ambientada en un departamento parisino, el trabajo presenta a un apasionado del arte moderno que adquiere, por una cifra astronómica, un cuadro firmado por un artista de moda, consistente en una tela completamente blanca. Dos amigos intentan hacerle comprender que se trata de una mera tela vacía, pero no logran persuadirlo: el hombre se obstina en percibir allí una obra maestra del arte abstracto.
¿No será esto mismo lo que realmente sucedió, más allá de la ficción, con tantas muestras de arte conceptual, desde el famoso mingitorio de Marcel Duchamp al silencio musical titulado 4’33” de John Cage? Precisamente estas dos obras podrían salvarse de la hoguera, si consideramos que lo artístico no reside en la obra en sí misma, sino en el concepto. Cage estaba obsesionado con las cualidades del silencio y los sonidos que se esconden tras él, en tanto Duchamp pretendió hacer una crítica salvaje a los límites mismos de lo artístico, en una voltereta que sin embargo le terminó saliendo mal: “Les arrojé a la cabeza un urinario como provocación y al final terminaron admirando su supuesta belleza estética”, se lamentaría tiempo más tarde.
Bajo el título artístico de Fuente, el dichoso urinario no sólo se convirtió en la pieza más célebre de Duchamp (paradójicamente él había firmado la pieza con el seudónimo de R. Mutt), sino que a lo largo del tiempo le fueron asignadas una cantidad enorme de pretendidas interpretaciones de lo más diversas. Así fue como en 1917, y sin proponérselo, el francés creó la primera obra de arte conceptual y abrió a través el mismo gesto las puertas de un purgatorio estético en el cual absolutamente cualquier cosa que ingrese a un salón de arte puede ser consignada como una obra artística.
¿Qué decir, por ejemplo, de la obra Merda d’artista, del italiano Piero Manzoni, consistente en una serie de noventa pequeñas latas metálicas que en teoría contienen, según la etiqueta firmada por el autor, un contenido neto de treinta gramos de sus propias deposiciones? El valor de cada lata fue fijado considerando una equivalencia con treinta gramos de oro. Hasta aquí también podría defenderse la idea de que en el fondo se trata de una mordaz crítica al mercado del arte, y que allí reside el valor de la propuesta. Pero todo cambia en cuanto consignamos que una de estas latitas llegó a ser subastada en fecha reciente por la friolera de 275.000 euros.
Este último dato resulta por demás interesante. Porque deja en claro que el valor de una obra (pongamos “de arte” entre paréntesis) no depende de su creador, sino del público que de alguna manera decide si tomar o no en serio la propuesta. Este criterio conlleva, sin embargo, un desafío: en cuanto lo damos por válido resulta evidente que tampoco La Gioconda de Leonardo Da Vinci o El pensador de Rodin podrían ser llamados arte de no mediar un público dispuesto a apreciar dichas piezas como dotadas de tal valor.
Es que el sentido del arte es algo que se completa en el momento de ser apreciado por alguien. La Novena Sinfonía de Beethoven no es en sí misma arte: se convierte en tal recién cuando alguien la escucha. Antes de que ello ocurra la obra plantea el mismo dilema que el proverbial árbol que cae en medio de un bosque desierto: es probable que de hecho haga ruido al caer, pero no hay nadie que pueda atestiguar que esto realmente haya sucedido así. A propósito: hay quienes suponen que las latas de Manzoni en realidad contienen únicamente yeso. Pero ninguna ha sido abierta para poder confirmarlo, pues de hacerse tal cosa, en teoría la pieza perdería su valor monetario.
Una vez el autor de estas líneas fue testigo de una situación curiosa, que en cierto modo revela el desconcierto que existe en derredor de la problemática actual en el arte. En un centro cultural de Buenos Aires se ofrecía una muestra de instalaciones, es decir espacios intervenidos por diferentes artistas con criterios diversos, con la idea de generar un efecto en el espectador que ingresa a él. Cada instalación iba acompañada, con buen criterio museológico, por un pequeño letrero que indicaba el título del trabajo y el nombre del artista responsable. En cierto sector, la gente se apiñaba ante un pequeño espacio vacío: se veía un piso cubierto con papeles, algunos baldes, una escalera abierta, las paredes en pleno proceso de pintado. Lo interesante es que la gente dudaba y buscaba el letrero que le indicara si eso era una instalación artística o apenas un espacio en preparación. Al día de hoy, la duda persiste en quien suscribe.
El público es quien termina de darle sentido a la obra. El problema se presenta cuando la obra carece en realidad de un sentido, y entonces toda la responsabilidad queda en manos del espectador, que no sabe si no lo encuentra por falta de sensibilidad, o simplemente porque allí no hay nada para hallar. Algunas veces, los discursos de los pretendidos especialistas o la pura mercadotecnia harán que una persona –eventualmente una multitud– se empecine en ver algo que acaso no exista.
Los ejemplos posibles se multiplican. Algunos parecen competir por ver cuál es el más superficial e intrascendente; otros, por ser el más descabellado. Algunas veces, ambos propósitos mágicamente coinciden. En la edición 2019 de la Art Basel de Miami el italiano Maurizio Cattelan fue noticia al crear una obra consistente en una banana pegada a una pared con cinta adhesiva. La obra, de presumible influencia warholiana, fue tasada en la suma de 120.000 dólares. El debate acerca de si eso podía o no ser considerado arte estuvo a la orden del día, hasta que un neoyorquino llamado David Datuna se hizo presente, observó la banana por unos segundos, y acto seguido, delante de un público atónito, despegó la fruta de la pared y se la comió. Sin duda, su actitud resultó ser más artística que la propia banana. Aun cuando sea difícil asignarle una tasación monetaria a su gesto.
¿Qué cabe hacer frente a este estado de situación? Acaso convenga tener presentes algunos consejos. No confíe en los discursos acerca del arte. Déjese llevar por su propia sensibilidad. Incluso hasta puede poner en juego con algún grado de confianza su sentido común. No aplauda solamente porque muchos aplauden. Ni critique solamente porque le dijeron que algo es malo. Observe la pared que alguien le señala. Entienda que, si no ve nada en ella, es posible que ello se deba al simple hecho de que allí no hay nada para ver. Germán A. Serain
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