También llamada Guerre des Coins, la Querella de los Bufones enfrentó a dos bandos de diferentes filosofías musicales, con la intención de ampliar los horizontes musicales.
Cuando llegó a Francia, Giovanni Battista Lulli, natural de Florencia, tenía solo trece años. Para cuando había pasado los veinte, era violinista en el ensamble de la corte de Luis XIV, “le Roi Soleil”. Su talento lo hizo ascender en prestigio. Hacia 1660 ya se había naturalizado francés, y con esto el consecuente cambio de su nombre: Jean Baptiste Lully. Junto con Molière creó la comédie-ballet; en 1662 fue nombrado Superintendente de la Música de Su Majestad, y años más tarde director de la Académie Royale de Musique, la precursora de la Ópera de París.
El legado de Lully consiste, principalmente, el de haber consolidado la ópera francesa. Lully -recordemos su origen italiano- sostenía que el idioma francés no era el adecuado para una ópera, pero el éxito de Pomone, de Robert Cambert, en 1671, le hizo cambiar de opinión, y empezó a estudiar las cadencias del francés y a pensar en un estilo recitativo que se adaptara a ese idioma.
Algunos años después de la muerte de Lully, acaecida en 1687, nacía en Dijon, Francia, Jean Philippe Rameau (1683-1764). Con una ópera francesa ya sólida y de gran aceptación, Rameau fue un paso más allá con invalorables aportes en la calidad de las arias y las danzas, en el equilibrio de las escenas y el desarrollo y en su voluntad de expresar directamente los sentimientos de los personajes.
En este estado de cosas en el ambiente operístico en Francia, llegaba en 1752 la compañía napolitana de ópera buffa e intermezzi de Eustachio Bambini, para representar en la Académie Royale un intermezzo de Pergolesi, La serva padrona. Este suceso quizás nos parezca a nosotros, seres humanos de fines de siglo xx y albores del XXI, algo inocente, inofensivo y hasta normal: si se trata de una ópera o algún género afín, es lógico que se represente en algún teatro.
Pero en la Francia de 1752, reinando ya Luis XV, el hecho de que una compañía extranjera tuviera el tupé de representar una ópera no seria en la mismísima Académie Royale -donde lo cómico no siempre era bienvenido- suscitó un verdadero escándalo. Quizás sirva como dato interesante que diez años antes se había estrenado este intermezzo en París, sin pena ni gloria.
Durante esa función de 1752, el 1 de agosto, se formaron dos bandos claramente diferenciados: en el coin du Roi (“rincón del rey”) se aglutinaron los más conservadores, los más apegados a la tradición francesa, a la cabeza de los cuales figuraban el arriba citado Rameau y Madame de Pompadour, la amante de Luis XV y protectora de las artes. Por otra parte, en el coin de la Reine (“rincón de la reina”) estaban quienes gustaban de la música italiana, como por ejemplo, el ginebrino Jean-Jacques Rousseau, cuya inclinación por la música fue tal que escribió sobre esta, presentó una nueva manera de escribir la notación musical (propuesta que fue rechazada), y en el mismo año se estrenó un “intermède”, Le devin du village, con libreto y música del propio Rousseau.
Durante dos años se extendió esta polémica sobre los bufones napolitanos a modo de cruce de panfletos y escritos varios, con pasiones encendidas en ambos bandos, y no sin alguna chicana ilustrada. Como telón de fondo, hay que decir que Rameau y Rousseau vivían arrojándose “flores” con maceta y todo: el primero atacaba la obra del ginebrino tratándolo de ignorante en asuntos musicales, y el ginebrino devolvía los cumplidos asegurando que la música de Rameau era tan cargada que no era más que un estruendo de instrumentos.
Rousseau tampoco se guardó críticas hacia los conservadores franceses ni hacia la idea de música que estos defendían encarnizadamente. El compositor suizo, francófono él, escribe en su Carta sobre la música francesa lo siguiente: “No hay compás ni melodía en la música francesa, porque la lengua no es susceptible de eso, porque el canto francés no es más que un continuo ladrido, insoportable para todo oído no prevenido, porque su armonía es bruta, sin expresión (…) los aires franceses no son aires, porque el recitativo no es recitativo. De donde concluyo que los franceses no tienen música y no pueden tenerla, o que si alguna vez tienen una, será peor para ellos”.
El tire y afloje duró, como se dijo, dos años, y tuvo un final que a nuestra mentalidad moderna se consideraría autoritaria: los napolitanos debieron abandonar tierra francesa por un edicto del monarca galo, por el que lisa y llanamente cancelaba el contrato con estos. La “Querella de los bufones”-recordemos que querella (español), querelle (francés) y quarrel (inglés) tienen la misma raíz latina- no pasó de ser una queja entre bandos sobre temas tan caros a ambos, si bien, como se dijo, los cruces dialécticos fueron duros y encendidos. Lo llamativo del asunto es que la ópera había llegado a Francia de la mano de un extranjero -Lulli, luego Lully, como se dijo al principio- y que el mayor ataque hacia la ópera francesa vino de parte de un francófono no francés, Rousseau.
Posiblemente, más allá del enfrentamiento conceptual entre los bandos rivales, hubiera alguna cuestión de nacionalismo expresada a través de la defensa de la lengua nacional y de su música. Por último, y como dicen los ingleses, for every cloud there’s a silver lining (“toda nube tiene su costado plateado”), esta disputa tan ilustrada dejó para la música dos cuestiones que valen la pena no pasar por alto: un interesante legado de escritos sobre música tanto de Rousseau como de Rameau, y mayor solidez a la opéra comique, que sacó mucho beneficio del paso de los napolitanos por Francia. Viviana Aubele
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