La pregunta por la obra de arte siempre resulta polémica. Interrogar sobre qué merece ser identificado y qué no como arte, implica abordar cuestiones que tienen que ver con los gustos y las preferencias subjetivas de cada persona, pero también con su sensibilidad, con su imaginario, con la cultura a la cual pertenece y, en definitiva, con su propia identidad. Ya se sabe: somos lo que nos gusta, nos identificamos fuertemente con una canción o con un artista, a tal punto que, si alguien lo descalifica, sentimos que nos están atacando a nosotros. “Cómo no va a ser arte, si me gusta a mí”, sería la idea que subyace. Una idea que nadie repetirá en voz alta, pero que en algún punto a todos nos toca.
Luego está la problemática de las definiciones demasiado generalistas. Esas que se ubican en el orden de declaraciones tales como “todo lo que el hombre hace es cultura”, válida en términos antropológicos, pero absurda en otros marcos. Es que palabras como cultura o arte son fuertemente polisémicas: significan algo diferente para unos y para otros, y por eso nos cuesta ponernos de acuerdo. Pero si no está claro cómo definir el concepto mismo de arte, ¿qué cabrá decir acerca de las llamadas obras maestras?
Este es uno de los ejes que aborda este libro de Ricardo Ibarlucía, integrado por una colección de cinco artículos, el primero de los cuales es el que le da título a la compilación. Más adelante el autor centrará su atención en la Madonna Sixtina de Rafael Sanzio, en la revuelta artística de Marcel Duchamp y el maquinismo, en Paul Celan y la poesía después de Auschwitz (poderoso título del cuarto ensayo) y en la frase que afirma que cada época sueña la siguiente.
Retomando el eje inicial, en la obra maestra hay una relación con un conjunto de personas dispuestas a coincidir en apreciar en ella un objeto estético de valor trascendente. Por eso es que el autor se detiene en analizar los modos de relación de la obra con su público, así como sus procesos simbólicos. En sus orígenes, el concepto estuvo relacionado a una mirada de pares: la obra maestra, así calificada por los maestros del oficio, daba derecho a ser considerado un par. Después de todo, maestro es el que merece ser imitado.
La propuesta es interesante en el sentido de colocar lo particular de la obra maestra ya no en la obra misma, sino en su apreciación por parte de ciertas personas legitimadas, en principio por sus cualidades… aunque en paralelo surgirá también la valoración por cantidad. Esto último daría lugar a un debate necesario, pero que no es del caso abordar en esta ocasión, acerca de los mercados y las industrias culturales. Preguntémonos sencillamente si, a la hora de decidir con qué alimentarnos (así el cuerpo como el alma), será prudente guiarnos por el dicho que asegura que tantos millones de moscas no pueden estar equivocadas. Las pruebas están a la vista.
Más tarde la idea de obra maestra evoluciona: se mezcla con el concepto de originalidad, primero, y luego con la noción de un saber especial, inefable, existencial, revelador de cierta indefinible verdad. Una verdad que puede ser común a diferentes culturas, alejadas en tiempo y espacio, tanto como puede ser la expresión puntual de una sociedad determinada. En este punto deseamos destacar la frase de Federico Monjeau que Ibarlucía coloca como cita en el inicio de su libro: “Acaso haya tantas formas de consuelo como obras de arte”.
Dejemos resonar por unos segundos la frase que antecede, antes de continuar. Con Duchamp, el maquinismo futurista, el dadaísmo, el ruidismo y otras vanguardias estéticas, la discusión sobre qué podría ser llamado legítimamente arte cobra particular fuerza. ¿Puede acaso un urinario ser llamado obra de arte solo por ser exhibido en un museo? El ejemplo, a estas alturas, ya puede parecer remanido. Pero hay que reconocerle a ese gesto, que Duchamp tituló Fuente y firmó con el seudónimo de R. Mutt en 1917, el mérito de haber sido una obra fundacional. Repetido luego hasta el hartazgo en variaciones diversas, apenas como un remedo, aquel gesto terminará perdiendo finalmente valor.
“El arte ha muerto”, declaraba el dadaísmo en 1920 ante quien quisiera enterarse. Y en buena medida esta sentencia fue profética. Lo que nació como una sana reacción al conservadurismo, derivó en un penoso vaciamiento de sentido que todavía subsiste. Por otra parte, la máquina impulsó el surgimiento de toda una nueva corriente expresiva basada en la colaboración técnica, así la fotografía, la cinematografía, la acusmática o las artes digitales. La preocupación de Walter Benjamin en relación a la pérdida del aura de la obra de arte reproducida por medios técnicos, la repentina ubicuidad de la copia contrastada con el aquí y ahora de un original, terminó colisionando con la evidencia de que muchas de las nuevas obras de arte surgen sin un original posible, más allá de la argucia mercantilista de los NFT.
Finalmente, en relación al arte después de Auschwitz, fue Theodor Adorno quien en su momento se cuestionó si tal cosa era factible, si podía haber poesía después del horror, o si insistir en sostener una cultura que había desembocado en aquel espanto no era un acto de barbarie. Acaso no importe aquí tanto su posición frente a este interrogante, como lo que cada persona pueda responderse a sí misma tras haber sopesado a conciencia el dilema. Empero, tal vez en el último de los ensayos de este libro haya una respuesta posible: “cada época sueña la siguiente”, manifiesta ya desde su título, citando al francés Jules Michelet, referenciado a su vez por Benjamin. Pues bien, los poemas que escribamos hoy, tal vez determinen la calidad de la sociedad que le toque vivir a nuestros descendientes el día de mañana.
Recomendamos la lectura atenta de esta colección de ensayos de Ricardo Ibarlucía. La reflexión en torno del arte es siempre un intento por comprender mejor la esencia misma de lo humano. Después de todo, somos la única especie que transita los caminos de la estética, como una alternativa de autoconocimiento y de superación de nuestra condición animal. En este sentido, nos gustaría cerrar esta reseña con una definición que acaso se encuentre entre las más valiosas que aporta este libro: “La trascendencia estética consistiría en esto: el arte instala, en el mundo real, un ente imaginario cuya contemplación nos redime, momentáneamente, de la finitud”. Germán A. Serain
Ricardo Ibarlucía es Doctor en Filosofía y especialista en análisis e historia conceptual de las teorías estéticas. Es investigador y profesor de la UNSAM, donde dirige de un programa vinculado con su especialidad. Se desempeña como investigador principal del Centro de Investigaciones Filosóficas (CIF-CONICET) y dirige el Boletín de Estética, publicación del Programa de Estudios en Filosofía del Arte. También integra el comité editorial de la Revista Latinoamericana de Filosofía. Ha publicado numerosos artículos en revistas nacionales e internacionales, capítulos en obras colectivas y traducciones filosóficas y literarias. Entre sus libros se cuentan Poesía sin aura. El surrealismo y la teoría materialista del arte de Walter Benjamin y Estética breve, una selección de textos de Alexander G. Baumgarten.
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