En La ridícula idea de no volver a verte (2013), Rosa Montero escribe: “Los libros nacen de un germen ínfimo, un huevecillo minúsculo, una frase, una imagen, una intuición; y crecen como zigotos, orgánicamente, célula a célula, diferenciándose en tejidos y estructuras cada vez más complejas, hasta llegar a convertirse en una criatura completa y a menudo inesperada”. Parafraseando a Marilina Ross, los libros, como las canciones, son hijos naturales. Existen porque existimos, porque somos seres pensantes, y porque el ingenio creativo de Dios se replica, a semejanza de Él, en sus criaturas.
Trágica cosa sería que se cumpliera la ¿profecía? de Ray Bradbury, en su cuento Los hombres libro: una distopía donde los libros son mala palabra y en que un puñado de hombres, pasados a la clandestinidad, llevan en sus cabezas obras, o capítulos, de la literatura universal, esperando tiempos mejores para que esos libros vuelvan a escribirse. “¡Vea lo importante que se ha vuelto de repente!” dice Granger, uno de los hombres libro, a Montag, el recién llegado a la organización de la resistencia, cuando este anunció tener en su cabeza el Eclesiastés.
El pasado 23 de abril se celebró el Día Internacional del Libro, comentado por Milly Vázquez en este Portal. Pero unos días después, el 26 de abril se celebra el Día del Librero. Quizás “celebrar” no sea el término adecuado en estos tiempos. Esta efeméride ocurre en un momento atípico para todo el mundo. Y en nuestra ciudad se tuvo que aplazar la 46ª edición de la Feria del Libro, que debía haber arrancado el 21 de abril pasado.
Para colmo, en las redes sociales se han visto publicaciones de algunas librerías de larga existencia del centro de la ciudad en las que ofrecen a su clientela, y a todo aquel que así lo desee, abonar por medios electrónicos un vale, una especie de “2 x 3” o algo por el estilo: con ese vale, cuando se levanten las restricciones, uno podrá llevarse libros por una cantidad mayor de la que uno llevaría por esa suma.
Buenos Aires tiene el privilegio de estar en la cima del listado de países del mundo con más librerías. En 2015 se calculaba que había alrededor de 467. Claro está que cuanto mayor aglomeración urbana, más lugares donde adquirir un libro. Pensemos, por ejemplo, en toda la oferta que existe en el barrio de Congreso y aledaños, y cómo ese número va menguando conforme uno se aleja del distrito céntrico. Es un privilegio raro, porque el hábito de la lectura, lamentablemente, pareciera estar cayendo en desuso, cuando no en desgracia.
Históricamente, el “ratón de biblioteca”, el bookworm, der Bücherwurm ha sido blanco de mofa hasta nuestros días de quienes creen que un libro solo sirve para enderezar una mesa, o -¡terrible sacrilegio!- como soporte de un iPhone.
Ser librero es un bello oficio. En tiempos de democracia y de libertad de expresión ningún librero debería temer por su vida. Pero es imposible no recordar la famosa escena de la película Camila (1984), dirigida por María Luisa Bemberg, donde Camila O’Gorman (Susú Pecoraro) contempla con horror la cabeza degollada y puesta en una lanza federal de su librero, don Mariano, ejecutado por vender libros que no eran del agrado del Restaurador de las Leyes. Hoy por hoy, no parece existir este peligro, y atender una librería debería ser un enorme placer y una oportunidad inmejorable de conocer un poco más de todo.
Por eso resulta llamativo que haya, entre los empleados de muchas librerías, aquellos que desconocen cuestiones básicas sobre los productos que venden. Es cierto, el cúmulo de ejemplares de toda categoría, género, tipo, tamaño, precio y tema es abrumador. Nadie podría retener en su cabeza mortal y finita ni la cuarta parte de los títulos que están a la venta en una librería, pero al menos sería una gran cosa que se conocieran algunos títulos clásicos.
Grande fue mi extrañeza cuando en una librería de Flores pedí un ejemplar de Doña Inés, de Azorín. No solamente que no estaba ahí -ni tampoco, al menos hasta el inicio de la cuarentena, en ninguna de las otras donde pregunté-, sino que la empleada de la librería no tenía ni la más remota idea de quién era Azorín, cuyo nombre (en realidad su seudónimo) se lo tuve que repetir más de dos veces.
Lamentablemente, la tecnología, con todo lo beneficiosa que puede llegar a ser, se levanta desde hace algunos años como una suerte de némesis para los libros impresos. Todavía coexisten ambos formatos; todavía es común ver en los medios de transporte pasajeros tratando de matar el tedio de tener que ir y volver del trabajo, libro sobre el regazo -algunos muy voluminosos- o libro electrónico en mano.
Pero de la misma manera que las tablas de arcilla cedieron su lugar al papiro, este al pergamino, y este al papel, posiblemente seamos testigos del ocaso de este último para que los ebooks terminen imponiéndose. Todo dependerá de cuánto los de la vieja guardia resistamos a estas sutiles embestidas. De todos modos, una biblioteca bien provista evoca imágenes, recuerdos, aromas diversos. Una biblioteca primorosamente arreglada y que deja ver los lustrosos lomos de colores con los nombres de autores y títulos diversos es un placer que quizás no muchos sepan apreciar.
El deleite de pasar la yema de los dedos por las hojas, de sentarse en un cómodo sillón con buena música de fondo en una tarde cualquiera, hasta acaso elegir qué señalador utilizar para tal libro, de dejar que las palabras nos envuelvan y nos lleven a otras historias, a otros lugares, que los personajes desnuden sus bondades y sus miserias, son esas pequeñas delicias que acaso no nos rediman, pero que pueden darnos un valor agregado, y una excelente compañía. Un libro es, como diría Mafalda, un buen amigo. Viviana Aubele
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