Berlinesa hasta la médula pero vienesa por adopción, Christa Ludwig catalizó lo mejor de las dos ciudades y sus culturas. Con noventa y tres recién cumplidos, partió hacia una eternidad que tenía bien ganada en el mundo de los mortales como mezzosoprano alemana emblemática del siglo XX y modelo que la hizo favorita de todos. Favorita del público, de sus colegas y de los mas grandes directores. Favorita de un titán como Otto Klemperer con quien grabó la definitiva Rapsodia para contralto de Brahms, el Fidelio de Beethoven y La canción de la tierra referencial acompañada por Fritz Wunderlich. Favorita de Georg Szell, Reiner, Krips, Kertesz, Knappertsbusch, Solti, y más tarde Muti, Abbado y Levine.
Sin embargo, ella reconocía que habían sido tres los directores que guiaron una carrera gloriosa que arañó el medio siglo: Karl Böhm (“me enseñó la precisión”), Herbert von Karajan (“la belleza del fraseo”) y Leonard Bernstein (“me cambió la vida, me hizo descubrir y descubrirme”). Fue Lenny quien dijo “Siempre pensé que era la mejor cantante de Brahms, hasta que la escuché cantar Strauss. Volví a cambiar de opinión cuando la escuché cantar Wagner. Y cuando hizo la vieja dama en mi musical Candide, tuve que rendirme. Es la mejor en todo lo que hace“. Quizas esa adhesión incondicional que lograba de los máximos regentes orquestales fue haber sido tan maleable, tan “So easily assimilated” como canta el desopilante personaje de Candide. Significativamente, Christa Ludwig nombró a los tres cipreses de su jardín: Böhm, Karajan y Bernstein.
Provista con eficiencia germánica y disciplina prusiana balanceadas con simpatía y encanto vienés, su secreto fue ubicarse justo en el medio, mediosoprano al fin. Obtenía un equilibrio milagroso desde donde florecía una voz inmediatamente reconocible, oscura, opulenta, vibrante, mineral, flexible, aterciopelada con chispazos metálicos. “El timbre es la tarjeta de identidad del cantante -sostuvo-, luego debe trabajárselo para hallar el color de cada emoción”. Otra de las reglas legadas por su madre, la contralto Eugenia Besalla, fue “la voz sólo es una pequeña parte del talento, un regalo que dura poco tiempo por eso es imperativo cantar dentro de sus propios medios y ante todo, dejar que el amor fluya al hacerlo”. Dentro de esos estrictos parámetros había logrado “tener suficiente éxito gracias al destino que me dotó con talento, aunque no demasiado” y titular su autobiografía (una de las mejores y mas divertidas de muchas cantantes) Y me hubiera encantado haber sido una Prima Donna. De hecho, lo fue, la máxima de su cuerda; no podía ni quería pedir más.
Había nacido en Berlin, su padre Anton Ludwig era tenor y empresario. Mientras su madre enseñaba, Christa imitaba a los alumnos, y a los cinco años cantaba la Reina de la Noche (“a los gritos pero sin fallas”). En 1935 se mudaron a Aquisgrán (allí a los siete, conoció al joven Karajan). Con la guerra fueron a Hanau y luego a Giessen donde su padre fue chofer de tranvía y ella fue enviada a una granja a trabajar en el campo. Con la casa bombardeada, Eugenia se las arregló para darle clases y en 1945 les cantaba Stormy Weather a los soldados aliados.
De allí saltó a Offenbach donde debutó con dieciocho años en El murciélago como Orlofsky. En Frankfurt permaneció en el ensemble hasta 1952, y allí cantó su primer Octavian, Carmen y Ulrica. Siguieron los teatros de Hanover y Darmstadt hasta que en 1955 la citó Karl Böhm a Viena donde como flamante director de la ópera buscaba una joven que reemplazara a la veterana Elisabeth Höngen. Su debut vienés fue con Cherubino, el mismo de Salzburgo apenas meses antes, seguidos por el compositor de Ariadne, Dorabella, Rosina, Eboli y Miranda en el estreno mundial de La tempestad de Frank Martin.
En la casa vienesa cantó casi ochocientas funciones en treinta temporadas, y fue investida como Kammersängerin en 1962. Cinco años antes había llegado otro ángel tutelar, el productor discográfico Walter Legge que le enseñó los secretos del micrófono y la convertió en su mezzo de cabecera a partir de El caballero de la rosa junto a su mujer Elisabeth Schwarzkopf. El jefe de EMI la unió a Maria Callas como Adalgisa -para el segundo registro comercial de la griega- de Norma con Tullio Serafin.
Se sucedieron el debut londinense, el americano -primero Chicago y luego el Met – el scalígero con Karajan como Waltraute, pero antes se casó con el notable barítono Walter Berry, padre de su único hijo, Wolfgang, nacido en 1959. La pareja Ludwig-Berry formó un equipo memorable. El Teatro Colón los tuvo en 1964 como Judith y Barba Azul de Bartok (la grabación comercial con Kertesz es referencial), como Figaro y Cherubino y en recitales mientras ella deslumbraba como la pérfida Ortruda de Lohengrin, otra asunción definitiva. En 1969 regresaron como Marie y Wozzeck y como la Mariscala y el Baron Ochs dirigidos por Leinsdorf.
Los personajes se fueron sumando sin interrupción y la tesitura fue cada vez mas exigente: Ifigenia, Eboli, Fricka, Donna Elvira, Venus, Ottavia, Cornelia, Ariadne, Amneris, Kundry y Brangania en Bayreuth y una sensacional Tintorera de La mujer sin sombra con la batuta de Böhm en el estreno metropolitano de la ópera de Richard Strauss. Con la voz al límite en Viena fue Lady Macbeth de Verdi y Gottfried von Einem compuso La visita de la anciana dama para ella. Christa Ludwig grabó un disco con extractos straussianos y otro con wagnerianos. Karajan la conminó a cantar Brunilda e Isolda, y ella se negó. Cuando Karl Böhm se enteró, le dijo: “Ese tipo es un criminal… pero… podrías cantarlas conmigo…”. Lo cierto es que estuvo a punto de acceder con Bernstein, pero finalmente desistió.
Después del Fidelio con Karajan y el Parsifal con Solti estalló una crisis vocal y personal que acarreó el divorcio de Berry. Se había aprendido Elektra e Isolda y su ruina vocal acechaba. Acudió a Zinka Milanov; la legendaria soprano croata literalmente salvó sus cuerdas. Cantó Werther en el Met junto a Franco Corelli (“Fuera de estilo y mal pronunciado, pero la voz era tan sexy que me hacia llorar en escena”) y se casó con el régisseur de la ópera, Paul-Emile Deiber. El director francés la introdujo a la cultura gala y dos temporadas después fue una estupenda Didon en Les troyens de Berlioz dirigida por Rafael Kubelik. Es Deiber, con quien vivió hasta su muerte en 2011, quien la animó a incorporar roles de carácter como Mrs. Quickly de Falstaff, la bruja de Hansel y Gretel, Mme. de Croissy de Diálogos de carmelitas, la tía de Suor Angelica, Klytämnestra de Elektra, la Vieja Dama de Candide y, finalmente, la condesa de La dama de pique con la que se despidió en 1994.
Amén de la ópera, el oratorio y el Lied fueron los pilares fundamentales en su trayectoria. Christa Ludwig fue el pendant femenino del otro gigante berlinés, Dietrich Fischer Dieskau, con la diferencia de jamás haber cedido a amaneramientos que en instancias aparecieron en el barítono o su colega Schwarzkopf. Son auténticos elegidos aquellos que se hallan en su casa, tanto en ópera como en Lied. Ludwig fue una. Grabó docenas de oratorios de Bach, Handel, Haydn, Mozart, Beethoven, Brahms y en Lieder dejó una impronta imborrable con su canto espontáneo, aparentemente simple, menos sesudo, que en grandes pinceladas revelan los colores de cada palabra. Soberbios Schubert, Schumann, Strauss, los franceses, Hugo Wolf y muy especialmente Brahms acompañada por Bernstein así como los ciclos de Mahler con piano u orquesta -recuérdese que sólo Das Lied von der Erde la grabó con Klemperer, Karajan, Reiner, Bernstein y Carlos Kleiber (su único Mahler).
En el último tramo de su larga carrera se atrevió con El viaje de invierno de Schubert (“El vagar de un alma en busca de redención no es ni masculino ni femenino”) en Carnegie Hall acompañada por James Levine con quien había regresado al Met en Parsifal (1979) y El anillo del Nibelungo en 1993. Una serie de despedidas rubricó cada ciudad amada -Nueva York, Londres, Berlín, París – hasta finalizar en la dorada Musikverein vienesa donde, aburrida en medio de funciones, solía contar los pechos de las cariátides y donde dijo ahora adiós con un recital inolvidable cuyos bises fueron Morgen de Richard Strauss y la Canción de cuna de Brahms.
Los últimos años, además de impagables clases magistrales, participación en jurados y recibir premios a la trayectoria, las dedicó simple y llanamente a disfrutar de la vida (“a tener la dicha de resfriarme sin pensar en el próximo compromiso”) y de su realización como artista. Había emulado a su madre: “Ojalá logres cantar lo suficiente como para llegar a saber de que se trata antes de que sea tarde”.
Con su inveterada frescura, no hace mucho, Christa Ludwig decía “Comprendí que la música va mucho más allá, no son las notas y sonidos; aprender a expresarla es conocer su secreto, uno tan sutil que no puede describirse, hay que resumir la experiencia de vida, se necesita algo de inteligencia, no demasiado intelecto y grandes dosis de intuición y madurez, en definitiva: alma”. La receta resultó tan infalible como cierta. Sebastián Spreng
Christa Ludwig – Berlín, Alemania, 16 de marzo de 1928 —Klosterneuburg, Austria, 24 de abril de 2021