Si el Dios del filósofo Berkeley decidiera en algún momento hacer una siestita,
las consecuencias para la existencia misma serían gravísimas. (Ilustración del autor)
Desde las épocas más antiguas, se ha visto a filósofos sometidos a un engaño: a saber, que si les parecía a todas luces lógico (o les satisfacía el alma, o en el fondo simplemente los complacía estéticamente) que el mundo tuviera tal o cual propiedad –o sea que las cosas en realidad fueran de una determinada manera, y no de otra– entonces alcanzaba con eso. Las cosas, efectivamente, eran así.
Sin embargo, eso es un grave yerro. El mundo, y la realidad toda, material e inmaterial, no están obligados a atenerse a lo que ningún filósofo considere, bajo su forma de pensar, que debería ser así. (Aquí y en todo lo que sigue se escribe “filósofo” en aras de la brevedad, pero puede referirse a hombre o mujer.) Y el error ha sido lo suficientemente común a lo largo de la filosofía como para constituir una maldición, porque ha evitado que muchas mentes, que por lo demás eran de un brillo supremo y de una sutileza excelsa, sospecharan que sus conclusiones podrían tal vez estar basadas en razones no justificadas. Pero el problema es aun mayor: frecuentemente, este engaño ha oscurecido la necesidad de tratar de averiguar, dentro de lo posible, cómo efectivamente son las cosas, y no sólo de afirmar como “por lógica” deben ser.
Los ejemplos de pensamientos que están seguros de que las cosas son como lo ha decidido el intelecto del pensador –o su instinto, o sus preferencias, personales o sociales– son casi embarazosamente abundantes. He aquí tres:
Uno. La posición del budismo zen de que una aprehensión inmediata de la realidad es necesariamente superior al razonamiento o a la investigación.
Dos. El argumento de Gilles Deleuze de que el fundamento de la filosofía es el plano de la inmanencia. (Una especie de sopa, o más precisamente consomé, en la cual todo –cosas, ideas, lo que fuere– coexiste pero sin diferenciación).
Tres. La versión en el Rig Veda de cómo el desmembramiento de Púrusha –hombre, mente o conciencia primitiva– dio origen a todo. De su boca, emergieron los brahmanes, de sus brazos los guerreros, de sus pies la gente de más baja estofa, etcétera: incluso si esto es interpretado simbólicamente, como una expresión poética de un mito, es difícil no percibir la visión de sus originadores de cómo debería organizarse jerárquicamente el mundo… y por lo tanto, que seguramente es así como está organizado.
Si los filósofos siquiera se expresaran más tentativamente, sería un enorme adelanto. (Por lo tanto, para ser consistente, en este artículo lo que se afirma debe ser considerado tentativo). Lo que vale para los filósofos se aplica, en igual o incluso mayor medida, a los teólogos de las diversas religiones. Hay otras falacias además de la ya mencionada –“Creo que es así, luego es así”–. Algunas se derivan o son comparables a ella, sin ser idénticas. Otras no tienen relación con ella. Este artículo enumera un total de seis, incluyendo La Grande antedicha.
He aquí la segunda. Es la creencia de que el mundo material que percibimos es inferior y/o menos real que algún otro que es impalpable. Esta concepción es muy difundida en las filosofías orientales, pero no es exclusiva de ellas. Kant también sostenía que el mundo material es menos real que el mundo espiritual (concepto brumoso si los hay). El mecanismo mental por el cual la humanidad llegó a esta idea es muy transparente. El mundo resultó ser misterioso, peligroso, complicado, y sin dudas muchas veces injusto; naturalmente, esto condujo a una añoranza de un mundo mejor, si bien invisible; y el ineludible próximo paso fue el total convencimiento de que tal mundo existe.
Cuando los filósofos decidieron buscar qué es lo que supuestamente yacía tras la multiplicidad de lo aparente, sus respectivas especulaciones –o instintos– los condujeron a resultados muy diversos (respecto de los cuales cada uno estuvo, por supuesto, convencido). Posiblemente el primer ejemplo que surja a la mente sea el de los presocráticos, cada uno de los cuales prefirió una distinta sustancia o principio o arche de la realidad: el agua, el aire, el fuego… Pero los ejemplos son también tan lejanos o cercanos como el pensador budista Nagarjuna, para quien la base de todo era el Vacío, o Schopenhauer, para quien tras toda la realidad yacía la Voluntad, o Heidegger, para quien sólo el Ser llenaba correctamente el casillero.
Debe señalarse que esta lista de seis falacias se refiere a nefastos enfoques básicos, no a simples errores de procedimiento o a vicios de la escritura en los cuales se puede incurrir, como, por ejemplo, caer en una misma inconsistencia contra la cual se está argumentando. O el muy difundido error de no notar que detrás de alguna posición se esconde alguna suposición previa que ni se ha percibido, y mucho menos demostrado. Tampoco se refiere a molestas idiosincrasias individuales, como escribir en forma innecesariamente compleja (y nunca dar ejemplos para aclarar lo dicho) sólo para demostrar cuán inteligente es el autor en cuestión. Muchos semióticos, cuyo cometido, se suponía, era precisamente arrojar claridad sobre las cosas, han caído en eso.
Decíamos, entonces, que muchas posturas filosóficas en realidad no son más que encubiertas preferencias personales sin real fundamento. Claro que puede darse, ocasionalmente, que la realidad concuerde con la preferencia de algún pensador (en cuyo caso no concordará con las preferencias de otros que pensaban en forma distinta). Pero esto no será más que una coincidencia, análoga al caso de alguien que esté obsesionado con los días martes y declare, todos los días, «¡Hoy es martes!»… y periódicamente tenga razón.
Aquí viene la tercera de las maldiciones: la idea, a veces consciente pero otras veces inconsciente, que la realidad del mundo depende de la comprensión humana de dicha realidad. George Berkeley, que fue quien llevó más lejos esta idea, la condensó en latín: Esse est percipi (existir es ser percibido). Los que comparten esta concepción no notan que, en la medida en que esto sea cierto, o sea que el entendimiento humano influye en todos los datos sobre el mundo, sólo sucede para nosotros los humanos. (Si los filósofos no mencionan esto, es porque no han conectado esta serie de puntos, o porque no le dan importancia a la conexión.) En cuanto al resto del mundo, seguiría en lo suyo si no hubiera ningún humano que lo percibiera, e incluso si los humanos nunca hubieran existido.
La postura llevada a su extremo por Berkeley, pero en sí misma muy difundida, obedece a un determinado razonamiento; pero tampoco deja de percibirse en ella un elemento de vanidad humana, de exageración de nuestra real importancia en el universo. Podría ser, efectivamente, que como Berkeley afirmaba, la filosofía humana sea incapaz de demostrar que existe un mundo más allá de los pensamientos y/o percepciones de las personas (aunque lo percibamos, no poseemos forma verdadera alguna de demostrar que existe). Sin embargo, si esto es así la culpa no la tiene el mundo. La falencia es de la filosofía.
La falacia del percipi se extiende a la ciencia. Aparece cuando la ciencia deja de señalar –o de darse cuenta– que si algo es indeterminable, puede que sólo lo sea para nosotros. La ciencia nunca podrá saber simultáneamente la posición y el momento lineal precisos de una partícula, pero decir que, por eso, la partícula no los tiene, es una extrapolación humana arrogante. Nosotros no lo podemos saber, y por lo tanto carece de sentido en la ciencia. Pero no es responsabilidad de la partícula hacerse saber y tener sentido para nosotros.
El mismo análisis puede hacerse respecto del famoso gato de Schrödinger, que no se sabe si está vivo o muerto. Einstein mismo hizo referencia a “la realidad como algo independiente de lo que se determina experimentalmente”. Sin embargo, este punto de vista no ganó mucha aceptación. La realidad es ésta: la ciencia sólo puede avanzar genuinamente con lo que es demostrable experimentalmente (más precisamente, con lo que es refutable). Pero la ciencia, es decir el conocimiento humano sobre el mundo, no es la misma cosa que el mundo. Excepto cuando la vanidad humana hace creer que sí son la misma cosa, o razonamientos incorrectos dejan de percibir la diferencia entre ellos.
Otro mal hábito –el cuarto en la lista– afecta a filósofos (o, como siempre, teólogos) cuyas líneas de pensamiento los han conducido a resultados que son mutuamente contradictorios, o son tan absurdos que normalmente no los aceptarían, o bien los obligan a escoger entre alternativas cuando preferirían seguir teniendo todas las opciones a mano. En tal situación, podrían cuestionar sus supuestos originales, y comenzar de nuevo. O podrían aceptar que algunas cosas simplemente no son resolubles (como demostró Gödel respecto a obtener un fundamento de las matemáticas que sea al mismo tiempo completo y consistente). En lugar de ello, los filósofos con el mal hábito en cuestión simplemente ocultan el problema bajo una capa de misticismo.
Si alguien objeta esta forma de reconciliar lo antitético, o de dar por resueltas las fastidiosas inconsistencias que hubiere, pueden entonces invocar un misterio: los obstinados detalles no son algo que la mente humana, o al menos la mente humana que no ha sido iniciada en el misterio, pueda comprender.
Y si todo eso falla, el misticismo permite apelar directamente a agencias sobrenaturales para resolver dilemas filosóficos. Incluso mucho después de los debates medievales donde esto era común, es lo que hizo Berkeley para librarse de una fea circunstancia a la que el Esse est percipi conduce. A saber, que las cosas se desmaterializan el momento que la gente cierra los ojos, y sólo vuelven a existir cuando alguien nuevamente las percibe. Berkeley acudió a Dios (al fin y al cabo, era un obispo). Dios, que evidentemente nunca duerme, y ve todo, mantiene la existencia de cada cosa. Objeción rechazada.
Quinta falacia: extrapolar las convicciones propias, no a la naturaleza del mundo como en el primer ítem, sino a las mentes de otras personas. Descartes, por ejemplo, extrapolaba a todos los demás cuando decidió que las percepciones son certeras si son claras y distintas. Evidentemente daba por sentado que si eran claras y distintas para él lo serían para todos los demás. No se le ocurrió que la persona sentada a su lado podría tener una percepción clara y distinta que divergía de la suya. Distintas personas hallan que son distintas las cosas que son indiscutiblemente evidentes.
Y así llegamos a la sexta y última maldición. Es generalmente menos grave que las otras, pero en algunos casos puede acarrear verdadera confusión en los procesos mentales. Esta maldición se esconde en el lenguaje. Los filósofos pueden estructurar reflexiones que dependen de fenómenos del lenguaje que sólo ocurren en la lengua de ellos. Los filósofos alemanes, en particular, necesitan tener cuidado con la propensión de su idioma a aglutinar palabras: reunir todo un concepto en una sola palabra, con o sin guiones pero todo en uno, tiende a conferirle mayor entidad (especialmente porque en alemán los sustantivos llevan Mayúsculas). Así, por ejemplo, «ser en el mundo» es, en castellano, simplemente un concepto. Pero en alemán, In-der-Welt-sein, un menjunje de Heidegger, va más allá de una mera idea: pasa a ser una auténtica Cosa.
Considérese también el concepto clave de Jacques Derrida, différance, una variante creada por él de la palabra francesa différence. El cambio de una letra, una a por una e, es un juego inocente. Pero no es inocente que Derrida haya armado pensamientos teóricos sobre la base del hecho de que, en francés, différer significa tanto estar en divergencia como postergar; ésa es una mera casualidad del idioma en la cual pensó el tema.
La filosofía es un emprendimiento magnífico. Sencillamente, es una lástima que muchos de los que la ejercen hayan caído, una y otra vez, en trampas que podrían haberse evitado. Nicolás Meyer
Esta nota fue publicada en The Freethinker de Londres, firmada por Nicholas E. Meyer, la firma for exporte del escritor argentino Nicolás Meyer. Asímismo es autor del libro Beyond the Gods (sólo editado en inglés), en el que muestra cómo abordar todos los grandes interrogantes de la existencia sin creer en el más allá.
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