La ley de Lidia Poët (2023) – Actúan: Matilda De Angelis, Eduardo Scarpetta, Pierluigi Pasino, Sinead Thornhill, Dario Aita, Sara Lazzaro, Franceso Patanè – Guion: Elisa Dondi, Daniela Gambaro, Guido Iuculano, Davide Orsini, Pablo Piccirillo – Dirección: Letizia Lamartire, Matteo Rovere – Plataforma: Netflix
Que conste en actas: La ley de Lidia Poët es un fiasco, si se pretende información confiable sobre la primera mujer que, después de obstáculos varios, logró ejercer la profesión legal en Italia. Es publicidad engañosa disfrazada de un falso “empoderamiento” (ese invento léxico usado tan a la ligera hoy día) femenino. Es todo lo que un equipo de producción comprometido con la honestidad intelectual no debe jamás hacer. Excepto que se le cambie el nombre a la protagonista y, por extensión, a la saga; entonces, ahí sí tendremos una serie de tinte policial con una bonita ambientación de época y una Sherlock Holmes con faldas que resuelve los casos antes y mejor que ningún otro de sus seguidores varones.
Interpretada por Matilda de Angelis, la dottoressa Poët abre el drama en una escena de alto voltaje erótico con Andrea (Dario Aita), un tiro al aire de quien no se sabe en qué se gana la vida. A diferencia de su recatada cuñada Teresa (Sara Lazzaro) -fiel esposa del también abogado Enrico Poët (Pierluigi Pasino)-, Lidia se “autopercibe” libre como el viento y juega, al menos, a dos puntas entre Andrea y Jacopo Barberis (Eduardo Scarpetta), hermano de Teresa. Lidia es además la típica “tía piola”, pues su sobrina Mariana (Sinead Thornhill) es tan inconformista como la hermana de su padre y escucha de buen grado a la tía más que a sus anticuados y patriarcales padres. La trama hace gala de una infantil, aburrida y maniquea dialéctica de mujer despierta-hombre tonto, aristócratas malos-anarquistas buenos que ya -a estas alturas y después de décadas de cine y televisión- no debería sorprender ni engañar a nadie. Pero esto no es todo.
Los seis episodios de la serie (cuyo final invita, al mejor estilo Netflix, a una segunda temporada), tienen unidad de acción. Cada entrega consta de un caso a resolver, por lo general algún anarquista en aprietos o un crimen pasional, cuestión que Lidia logra develar con poca ayuda de su hermano o con la complicidad de su concuñado (y ocasional amante) Jacopo. Sin embargo, el tema que supuestamente atraviesa la serie es la lucha de Poët para apelar la revocación de su matrícula de abogada, en una Europa donde estaba mal visto que una mujer hiciera otra cosa que no fuera atender su hogar o ejercer la docencia. De esa lucha se ve poco y nada; es una pena, pues sería muy útil difundir cuáles fueron las peripecias por las que la verdadera doctora Poët tuvo que pasar para poder ejercer.
Lo más atractivo de La ley de Lidia Poët es, sin duda, lo cuidado de la ambientación y el vestuario. Más allá de los estereotipos, las actuaciones son decentes si es que no perdemos de vista que esta serie dista mucho de reflejar quién fue Lidia Poët en realidad y que se acerca más a una saga de ficción que a una serie biográfica. El suspenso está bien manejado, y los lugares en que transcurre la acción invitan a respirar la atmósfera de la Italia de finales de siglo XIX.
Lidia Poët, valdense en cuanto a afiliación religiosa -cuestión que, oh casualidad, jamás se menciona en la serie-, murió en 1949, a los 93 años. Casi tres décadas antes, finalmente, la abogada logró, con tenacidad y paciencia, que la admitieran en la Orden de Abogados y Fiscales de Turín. Mirando cada uno de los seis episodios, el espectador se preguntará si lo que se ve es producto de la frondosa imaginación de los guionistas, o si realmente existió una tal Lidia Poët, abogada. La cosa se complica si uno hurga en la red para ver si, efectivamente, la verdadera Lidia Poët defendió a un sospechoso de asesinar a una primera bailarina, si la anarquista de la fábrica estaba en amoríos con la esposa de su jefe asesinada en circunstancias no claras, o si realmente hubo un periodista llamado Jacopo Barberis. La frustración vendrá en un santiamén. Los artículos en español y en inglés de Wikipedia son bastante escuetos, y la avalancha de resultados del buscador de Google abunda en reseñas hasta el hartazgo de la serie de Netflix.
Hay unas pocas agujas en el pajar: se trata de algunas biografías, como Lidia Poët, escrita por la italiana Cristina Ricci. Aparentemente, la única versión de esta obra, que sin dudas podría acercarnos a cómo fueron los hechos en la realidad sin el filtro netflixiano, está en la lengua italiana. Algo similar ocurre con Lidia Poët: Una donna moderna, de Clara Bounous, y con Lidia e le altre. Pari opportunità ieri e oggi: l’eredità di Lidia Poët, de Chiara Viale, también escritas en italiano. Sería interesante y productivo que estas obras se tradujeran, por lo menos, al inglés y al español, si es que todavía no se las ha traducido a ninguna lengua y no tener que recurrir al traicionero “traductor” automático.
De hecho, aunque la recepción de la audiencia es buena, los descendientes de Lidia Poët (que nunca se casó ni tuvo hijos) están disconformes, o disgustados, con el flaco favor que Netflix le ha hecho a la verdadera . Marilena Jahier Togliatto, una de estos descendientes, realizó varias desmentidas a través del medio La Stampa: por ejemplo, que su hermano Enrico jamás se casó y que Lidia nunca vivió en Turin sino en Pinerolo, a 40 kilómetros de aquella ciudad. En consecuencia, si nos guiamos por el testimonio de Togliatto, jamás hubo una Teresa Barberis de Pot, ni un Jacopo Barberis cuñado de Enrico ni mucho menos una Mariana Poët, hija de Enrico y Teresa. “¿Cuál fue la necesidad de tergiversar la historia?” se pregunta Togliatto. Eso mismo también nos preguntamos nosotros. Será justicia. Viviana Aubele
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