La pieza escrita por Franco D’Alessandro retrata con mucha simpleza y enorme profundidad una relación entre dos sensibles seres humanos. Es también una prueba cabal de que en el amor nacido naturalmente, a través de la admiración y sin presiones de ningún tipo, poco importan las preferencias sexuales, sociales, religiosas o políticas que cada uno tenga. Por lo contrario, el diálogo intenso y sincero no hará sino enriquecer copiosamente ese afecto para beneficio y crecimiento intelectual de ambos. Si, además, ellos son Tennessee Williams y Anna Magnani, dos colosos en sus capacidades y talentos individuales, la resultante puede ser deleitable y jugosa en el aprendizaje de razones para disfrutar la vida, amén de una poesía inenarrable. Él visita a ella en su casa de Roma. Pasan dos décadas en las que ambos abrevan en el conocimiento y el amor del otro, mientras sus carreras continúan hacia un inalcanzable pináculo. Williams escribe La rosa tatuada inspirada en ella, entre tantas otras anécdotas que los tienen como protagonistas de la vida y del espectáculo.
La sustanciación de Osmar Nuñez en el escritor es maravillosa, de un trabajo actoral superlativo, denotando su fascinación inevitable hacia esa mujer tan especial y para quien no tiene secretos. Ella sabe del mutuo apoyo que les permitirá construir juntos un camino artístico, y así lo refleja Virginia Innocenti, con su lenguaje desfachatado y de italiana idiosincrasia, marcando enérgicamente padecimientos y alegrías. Se convierten en compañeros, amigos, hermanos y hasta amantes aunque no hayan consumado una relación carnal. Sin embargo, ambos protagonistas son capaces de hacer llegar al espectador las sutiles cuerdas que vibran al compás del afecto sólo movido por la naturalidad de una pasión vivida por quienes son capaces de elevarse de otro modo. Y esa espiritualidad es transmitida emotivamente. El director Oscar Barney Finn, un preciosista de estas lides, maneja los hilos del relato como nadie, contando un diálogo que no tiene más pretensiones que el texto mismo, pleno de gozosos bocadillos y sin vanos artificios, con inigualables toques de humor e ironía.
La escenografía minimalista, el blanco espacio, el impecable vestuario, la música exquisita, la luz acotada en la intimidad del teatro leído dentro del teatro o en el esplendente panorama que refleja la ciudad eterna, vista desde el balcón donde se prodigan los afectos, coadyuvan a recrear el espejo de una verdadera y envidiable devoción. No hay más que eso. Pero es muchísimo. Martin Wullich
Se dió hasta fin 2013
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