La Orquesta de Cámara del Concertgebouw, integrada por músicos de las secciones de cuerda de la Orquesta Real del Concertgebouw de Ámsterdam, nunca había actuado antes para el Mozarteum Argentino, por lo que su presentación en el ciclo de esta temporada era especialmente esperada por muchos melómanos. De más está decir que el concierto estuvo a la altura de las mayores expectativas. Reunir un ensamble camarístico de esta calidad, con un programa particularmente atractivo —y a la vez poco frecuente— en una sala como el Teatro Colón de Buenos Aires, era sin dudas una apuesta segura.
El concierto abrió con la Suite de los tiempos de Holberg de Edvard Grieg, en estilo antiguo, según lo indica el propio compositor en un subtítulo, con aires que remiten abiertamente a las danzas cortesanas europeas del siglo XVI. Obra atractiva, romántica, escrita para agradar. Primera impresión: es notable cómo un grupo de cuerdas puede, ya desde el acorde inicial de una presentación, sonar de una manera tal que nos deja saber de su calidad musical sin un ápice de dudas.
Los integrantes de la orquesta son dieciocho músicos. Excepto los tres violonchelistas, todos tocaron de pie. Podrían haberlo hecho sentados, pero entonces algo se habría perdido: los cuerpos acompañan la música. El concertino, Alessandro Di Giacomo, marca cada inflexión con todo su cuerpo. Por supuesto, se trata de una suite de danzas, pero esto será aún más evidente en la segunda obra del programa: el Concierto para violín en re menor de Felix Mendelssohn, en el que hizo su entrada la maravillosa solista de la noche, la violinista alemana Antje Weithaas.
Dueña de una precisión técnica asombrosa, la solista brilló en un concierto bellísimo, repleto de contrapuntos casi barrocos y de sutilezas, pero por momentos también endemoniado en sus exigencias técnicas. Quien haya hojeado el programa antes del inicio seguramente se habrá asombrado doblemente al saber que se trata de una obra escrita por un joven de apenas catorce años. Hay artistas que, con toda evidencia, han nacido atravesados por un genio particular, y Mendelssohn es uno de esos casos. Menos frecuentado que el célebre Concierto para violín en mi menor, escrito once años más tarde, este trabajo de cámara fue publicado recién en 1952, cuando los descendientes del compositor cedieron el manuscrito original al gran Yehudi Menuhin.
Después de un intervalo necesario —hay obras que reclaman su propio espacio en el devenir de un concierto—, Weithaas volvió a ocupar el centro del escenario. Cuando Maurice Ravel compuso su Tzigane, estrenada en 1924, lo hizo inicialmente para violín y piano. En esta ocasión se escuchó un arreglo para orquesta de cuerdas de Michael Waterman. La estructura de la obra, basada en melodías de raíz gitana, es muy particular: comienza con una extensa cadencia para violín solo, plena de matices, que pone a prueba al intérprete, y solo entonces da paso al acompañamiento. La merecida ovación llevó a la solista a ofrecer como bis el cuarto movimiento de la Sonata n.º 2 para violín solo de Eugène Ysaÿe.
La última obra del programa también fue una transcripción: la Sinfonía de cámara en do menor de Dmitri Shostakovich es, en realidad, una orquestación del Cuarteto de cuerdas n.º 8, Op. 110, realizada por el violinista y director ruso Rudolf Barshai. Se trata de una obra muy atractiva, que combina momentos oscuros con otros de enorme potencia y, por supuesto, interesantes disonancias, para concluir con un acorde final sostenido, que se extingue mezclándose con el silencio. Obra atractiva, aunque no para todos: por increíble que parezca, a esta altura del siglo XXI, aún hay quienes confiesan no haber entendido su sentido.
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