BAYREUTH Y EL PODER DEL MITO

Reflexiones, curiosidades e historias del más célebre festival wagneriano

En verano, Bayreuth es un mundo aparte. Llegan admiradores de Richard Wagner de todo el globo. Como caso cultural, tiene un encanto y una dinámica propia. Bayreuth es salir del mundo de todos los días e ingresar en el mito wagneriano. Tal vez por eso, una asistente de El anillo del Nibelungo, que vive en la ciudad, me dijo: “para ustedes, que están de visita, es más sencillo: yo he venido a las cuatro óperas sin dejar de hacer el trabajo en mi casa”. La comprendo, resulta que en Bayreuth las óperas, de por sí extensas, comienzan a las cuatro de la tarde; y los intervalos también son larguísimos, el público los dedica a pasear por los jardines alrededor del teatro o comer en los restaurantes que ofrecen una gran variedad de propuestas. Quizá sea el modo de resarcirnos de haber estado más de dos horas y media sentados en incómodos asientos diseñados por Wagner, pues para él -y para nosotros- lo importante es la música. Y si se es alto, se tiene una suerte de castigo divino (¿será porque Wagner no destacaba por su altura?), las rodillas chocan con el respaldo del asiento de adelante, la opción es abrir las piernas, cosa solo posible si el vecino lo permite porque no tiene piernas largas. Eso sí, claustrofóbicos abstenerse. Un habitué español me contó que en un par de oportunidades vio a personas retiradas en camilla.

¿Cómo contar el mundo wagneriano a quienes están lejos de esta música? Hay una centralidad cuasi mística de la música de Wagner a la que suscriben sus seguidores, aunque cuestionen a un compositor cuyas ideas políticas se mezclan con prejuicios raciales, en tanto imputaba a un grupo en realidad minoritario de la sociedad -la comunidad judía- como representante del poder y responsable de la unión de la industria y el capital, unión en la que veía síntomas de decadencia cultural y social. Como todo wagneriano sabe, muerto Wagner (1883), la dirección de Bayreuth recayó en su viuda, Cósima, hija de Liszt, y luego en su hijo Siegfried, casado con la inglesa Winifred Marjorie Williams quien, al enviudar, dirigió el festival entre 1931 y 1944. Un detalle no menor: Winifred conoció a Hitler en 1923 y hay quien afirma que fue ella quién le envió el papel con que el líder del nacionalsocialismo escribió Mein Kampf.

Hay algo en Richard Wagner, su historia personal y la de sus descendientes, que conecta con las intrincadas historias de sus óperas, como puede verse en la película El clan Wagner (2013).  Este verano, para no cerrar los ojos al pasado, en los jardines del teatro que Wagner hizo construir en Bayreuth hay una muestra con grandes paneles dedicados a músicos y cantantes que, por ser judíos o contrarios al nazismo, se exiliaron o murieron en los campos de concentración. También en la concurrida peatonal de la ciudad hay una muestra, en el centro de una plaza, realizada con containers metálicos en cuyas paredes pueden verse fotos de objetos de personas que murieron en las mismas circunstancias. Mediante un código QR se escuchan sus historias, contadas por descendientes. En Bayreuth hay micros que salen de los hoteles, personas que van caminando al teatro o en bicicleta, vestidos con smoking; ocasiones todas para comenzar diálogos y hacer amistades que, en la mayoría de los casos, duran lo que el Festival. La tetralogía es ideal para una inmersión wagneriana. Hay padres que llevan a sus pequeños ataviados como personajes wagnerianos, y mujeres que recrean Walkirias. Arte y realidad entremezclados.

Aquella historia la conoce bien Katharina Wagner, bisnieta del compositor en quien recae la dirección actual del Festival. No me voy a detener en la saga familiar wagneriana, que podría relatarse en una biopic de muchos capítulos. La cuestión es que no puede negarse la capacidad de resurgimiento y de superación de la simbiosis nacionalsocialismo-Festival de Bayreuth, cuestión que sus descendientes han logrado al alentar puestas en escena que relativicen la autoridad del compositor, y la lealtad a sus ideas más cuestionables, todo esto en el contexto posterior a la Segunda Guerra Mundial, en el que el idealismo y nacionalismo alemán fueron puestos en cuestión.

De todas maneras, Wagner sigue siendo un problema, como bien sabe Daniel Barenboim, quien al dirigir Wagner en Jerusalén tuvo que aclarar: “No soy misionero de Wagner ni puedo obligar a nadie a escucharlo”. En Berlín, Barenboim dirigió la tetralogía completa en 2013. Acerca de la audiencia dijo: “Hubo una gran repercusión internacional. Tuvimos un público muy wagneriano, proveniente en un 30 por ciento de Berlín, otro 30 por ciento del resto de Alemania y el resto de otros países”. Tuve oportunidad de asistir a esa tetralogía. Volví, en 2017, a Bayreuth y, en 2022, a Lepzig, cuando se representaron las trece óperas del compositor. Por supuesto que asistí a las puestas de Wagner en el teatro Colón… cuando se hacían. Y a las del Teatro Argentino de La Plata. No soy una wagneriana confesa y, si no fuera por cuestiones familiares, seguramente me hubiera perdido semejante inmersión en el mundo wagneriano. Pero una vez en el baile, se trata de bailar con Wagner, dejarse cautivar por la música y, como los wagnerianos de pura cepa, opinar sobre las puestas en escena, que en Bayreuth nunca nos dejan indiferentes. Este año, con la del austríaco Valentín Schwartz se reanudaron los aplausos, también los abucheos. No era fácil hacer una producción después de la de Janowski Castorf, quien conectó El anillo del Nibelungo con los grandes relatos políticos del siglo XX, ambientando la tetralogía tras la II Guerra Mundial y con el petróleo representando el oro de nuestra época.

Como La Biblia, El anillo… presenta su propio mito de la creación, y su apocalipsis. Wagner no era ingenuo, su idea de obra de arte apuntaba a la integración de la obra individual con un todo creativo en el que se incorporan artistas y público en una comunidad creativa-recreativa. Política, sociedad, cultura, arte y religión son temas que están presentes en sus óperas. Y si bien el texto y la música son (hasta ahora) sagradas, los responsables de las puestas en escena se permiten libertades que provocan atracción o rechazo de un público variopinto. Mi primera vez en Bayreuth coincidió con la llegada de Barrie Kosky, primer director judío de Los maestros Cantores en el Festival. Seguramente fue elegido por Katharina Wagner para contrastar una ópera en la que el “arte sagrado alemán” se contrapone a las “influencias extranjeras”, y en la que se ridiculiza a un personaje judío, Sixtus Beckmesser. En una entrevista, Kosky dijo que en Bayreuth, sintió la necesidad de “caminar con ajos en una mano y una estrella de David en la otra”, diciendo: “Váyanse espíritus malignos, váyanse”. Conversé con un wagneriano chileno, cuyos padres eran judíos, que no se plantea el problema. La cultura de la cancelación barrería con gran parte del arte de los siglos pasados. Entonces, a disfrutar. Porque ni Bayreuth ni Wagner existen sin su música. Sin ella, solo aspirarían al rango de caricatura. Eso sí, solo los wagnerianos irredentos alcanzan el nivel de proyección en los personajes, como Richard Wagner parece haberlo hecho.

En cuanto a las mujeres, hay una extensa mitología para elegir: desde Fricka, que defiende la ley y el matrimonio, o Freia con sus manzanas que otorgan juventud a los dioses: Erda, diosa de la Tierra, madre de las nornas y las walkyrias,  sin olvidar a las ondinas, a Siglinda, y principalmente a Brunilda, líder de las Walkyrias, primero presentada por Fricka como “la novia” del deseo de su padre, Wotan, pero que luego se revela y gestiona la devolución del oro al Rhin, y como broche final, la caída de los antiguos dioses, y el advenimiento del futuro.

Aunque Bayreuth tiene otros encantos, como su universidad, paseos, termas, y un teatro barroco declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco, a muchos, solo les interesa vivir la experiencia del festival. “Si resistís el primer acto de Siegfrido en estas butacas”, exageró un wagneriano conspicuo, “sos capaz de escalar el Himalaya sin oxígeno”. La mayoría del público busca almohadones de gomaespuma que brindan en el guardarropas; una pequeña rebeldía del Festival hacia su fundador. Lo mismo que el merchandising de tazas, esculturas de Wagner en papel maché y toda una parafernalia premeditada desde la ironía y el humor para desacralizar a un compositor cuyas opiniones políticas fueron aprovechados en períodos oscuros de la historia alemana. Así, Bayreuth presenta a un Wagner sin aura, a diferencia de lo que sucede con Bach en Leipzig, porque Bach resiste casi cualquier archivo.

Los entreactos son la muestra de la diversidad no solo entre la concurrencia alemana e internacional, sino entre los alemanes mismos. Está la alta burguesía alemana, de gala, con sus vestidos largos y smokings, y aquellos que lucen trajes tradicionales, pero también los que se muestran contestatarios, originales o disruptivos. Eso sí, no todo es oro, en Bayreuth también hay crisis. “No ahorramos dinero solo para divertirnos”, dijo Katharina Wagner, quien también tuvo que salir a la palestra para sentar posición en el caso de apropiación del nombre Wagner por parte del grupo mercenario de Yevgueni Prigozhin. En esa oportunidad, admitió: “No se puede negar en absoluto; siempre hay que resaltar cómo las peores formas de locura política y racista encajan en los dramáticos acontecimientos de la obra de mi bisabuelo”. Es que el hombre, en sí mismo, era un acontecimiento. Alguien que le dio estado mítico a una obra en la que disputan dioses, héroes y humanos, con claro contenido introspectivo. En cuanto a las críticas a las puestas del Festival, Katharina se defiende alegando el propósito de: “entretener, estimular el pensamiento y también permitir nuevas perspectivas sobre las respectivas obras”.

Conseguir entradas para Bayreuth suele ser una odisea, con listas de espera extraordinarias. Una joven, que asiste sola a cada representación me contó que su primera vez en Bayreuth fue a los dieciocho años, y que después de la pandemia no se pierde ningún Festival. Están los que asisten para ver de qué se trata, turistas que de paso por Alemania quieren contar que estuvieron en Bayreuth. No sé cuántos de ellos son wagnerianos, como el joven de ascendencia india que me explicó acerca de la ropa tradicional que lucía, el economista chileno, el abogado de Barcelona, el médico iraquí que vive en Estados Unidos, o el joven de Brasil, abogado, que asistió con su madre. Bayreuth es, en este siglo XXI, una suerte de naciones unidas. Sea como fuere, el público es mayormente fan wagneriano. Una japonesa, vestida con kimono, me contó que viaja al Festival cada año. Desde mi punto de vista, el de 2017 fue más lujoso en todo sentido.

Por primera vez en 2024 la Tetralogía fue dirigida por una mujer, la australiana Simone Young, a cargo de la Sinfónica de Sidney, a quien Katharina Wagner buscaba desde hace tiempo. La organización del Festival destacó que este año cuentan con más directoras que directores, ya que también estarán la ucraniana Oksana Lyniv y la francesa Nathalie Stutzmann, además de los directores Semyon Bychkob y Pablo Heras Casado. Por su parte, Katharina Wagner renueva su cargo hasta 2030, continuando la labor de su hermana Eva Wagner-Pasquier, que dejó la dirección al cumplir setenta años. Otro logro: este año el estado alemán le da 170 millones de euros para restaurar el teatro. Visto desde Argentina parece un sueño.

Entiendo lo que quiso hacer Valentín Schwartz al introducir niños en la puesta, que simbolizan el oro, pero me cuesta asimilar muchos cambios que confunden al espectador no informado, como la suerte de escuela en la que un niño/oro hace travesuras y molesta a su compañeras, que Siglinda esté embarazada antes de relacionarse con Sigmundo, que sea Wotan el que mate de un disparo a Sigmundo, su propio hijo. O que, en lugar de la despedida amorosa de Sigfrido y Brunilda, antes de que él parta hacia nuevas aventuras, el texto y la escena se contradigan mutuamente… solo para dar unos ejemplos. Lo que sucede, pude comprobarlo en El holandés errante, es una suerte de rebelión de los régisseurs: la letra dice algo, las escenografías y las acciones de los cantantes y actores, otra cosa. Me explico: en el holandés de Dmitri Tcherniakov no hay barcos, ni hilanderas, y la “madre” de Senta baja de un tiro al holandés, que seguiría errando en otro mundo…

En su artículo sobre El anillo del Nibelungo el crítico Andreas Ströbl  ve de forma positiva alguna de estas situaciones cuando  dice: “Como es bien sabido, El anillo… trata sobre el capital y la lucha por él, sobre la posesión y el abuso de poder cuestionables. Valentin Schwarz en realidad capturó y amplió con su interpretación un tema central, incluido el abuso infantil”. Pero esto debe ser interpretado, cuestión no sencilla, por lo que Ströbl concede que requiere demasiadas explicaciones: “Junto con la incongruencia característica de la producción del libreto y la partitura, por un lado, y de los acontecimientos escénicos, por otro, conduce a una falta de inmediatez emocional. O para decirlo simplemente: aquí no hay lágrimas de emoción (al menos para el crítico) porque hay que pensar constantemente en cómo se deben interpretar los símbolos, los personajes y las interacciones”. También coincido con Ströbl cuando habla de la escena final. Hay una pileta profunda, casi vacía, y un pequeño charquito. Allí Brünnhilde, en lugar de tirarse a las llamas, echa un poco de gasolina sobre una lámpara piramidal. Es una imagen simbólicamente confusa,  demasiado débil para esta escena dramática. Tampoco queda claro que Brünnhilde devuelve el oro al Rhin, porque en la puesta, la niña que lo representa sale corriendo. ¿Será que se anuncia que ni los ríos son resilientes en esta etapa del capitalismo financiero y devastación ecológica?

¿Por qué sigue funcionando Wagner? Tal vez porque a través de estas obras podemos interpretar el lío en el que estamos metidos, con un capitalismo salvaje que ha puesto en riesgo al planeta. Los personajes de Wagner, dioses, héroes o humanos, son figuras falibles. El Festival de Bayreuth es una isla de escape, un Disney World para curiosos, una meca para wagnerianos, pero no te deja indiferente pues lo que pasa en escena puede proyectarse en el mundo actual, o introyectarse en la propia persona. Pierre Boulez, a cargo de la dirección de la tetralogía entre 1976 y 1980 se refirió a la escena en la que Alberich, el ladrón del oro, visita a Hagen:  “parece estar manteniendo una especie de diálogo con su propio doble”. El tema final era, para Boulez una preocupación de Wagner: “un cuestionamiento del futuro, una inquietud sobre las generaciones venideras. ¿Se entenderán mis preocupaciones y mis logros en los años venideros? ¿Sobreviviré en los que me siguen?”

Katharina Wagner, pese a sus detractores, ha oficiado como directora del Festival de Bayreuth como una verdadera Brünnilde al intentar interpretar el “deseo del padre” (en su caso del bisabuelo), de perdurar en los tiempos. Las licencias que ha permitido a los encargados de las puestas en escena son, para algunos, pequeñas infidelidades; para otros, grandes irreverencias, que finalmente no pueden opacar el espíritu de trascendencia al que aspiraba Wagner.  En ese sentido, por hacernos cuestionar nuestras opiniones estéticas y darle alcance político, ¡Chapeau, Katharina! Ahora bien, ¿seguirá la independencia de las producciones respecto de la letra wagneriana? Irene Chikiar Bauer

Opening night of Bayreuth Festival 2024

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