DE LA INCOMPRENSIÓN A LA INTOLERANCIA

Reflexiones a partir de una nueva puesta de "La ciudad ausente", de Gerardo Gandini

Hace unos días se volvió a ofrecer en el Teatro Colón la ópera La ciudad ausente de Gerardo Gandini, sobre un texto de Ricardo Piglia. Resurgieron los previsibles debates acerca del valor de las expresiones artísticas disruptivas. Unos las defienden, otros las defenestran. Puede entenderse a quienes sostienen una decidida preferencia por lo conocido sobre lo nuevo. Reconocer tiene su encanto. Agradecemos cierta previsibilidad en los ritmos, en las cadencias, en las melodías. Cabe señalar que hay además diferentes líneas cuando se trata de la evolución de las formas estéticas y expresivas. Unas llevan adelante una exploración que mantiene cierta cercanía con las tendencias estéticas y los gustos de su entorno, en tanto otras son, por el contrario, más rupturistas, más de choque. Las primeras están destinadas a ser apreciadas por el conjunto de la sociedad; las otras apuntan a un núcleo inevitablemente cerrado.

Por poner un ejemplo: existe una distancia enorme, a pesar de tratarse de una misma banda y de dos formas rupturistas, entre Los Beatles de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band y los de Revolution 9. Mientras que en un caso hablamos de uno de los discos más importantes de la historia, la otra pieza, de no haber sido incluida en el Álbum Blanco, hubiese corrido la misma suerte que Two Virgins y el resto de la música experimental de Lennon-Ono, cuya existencia muchos ni siquiera conocen. No sólo se trata de una obra alejada del canon de la época, sino también de una sensibilidad que la torne comprensible a un público más amplio.

Hace unos días volví a escuchar, después de mucho tiempo, el álbum Jazz from Hell de Frank Zappa. Recuerdo haber comprado ese disco de oferta hace muchos años, cuando todavía no escuchaba jazz. Lo compré sin saber de qué se trataba, y lo conservé con la duda de si la música que contenía me había gustado o no. Escuchando de nuevo este álbum me puse a pensar, precisamente, en los diferentes sentidos posibles de la palabra música, en que no siempre es posible encontrar el sentido que encierra una estructura expresiva, sea musical o de cualquier otro tipo. El orden que resulta evidente para unos, puede ser invisible para otros.

Hay quienes se preguntan cómo es posible que compositores como John Cage, Luciano Berio, Mauricio Kagel, Karlheinz Stockhausen, Morton Feldman, Iannis Xenakis, entre tantos otros, sean todavía resistidos. La respuesta puede ser simple: los nombrados mayormente escribían música para los propios músicos, para un grupo de intelectuales, y no para el público en general. El comentario no pretende ser despectivo: Friedrich Nietzche se jactaba de escribir para unos pocos iluminados, y consideraba que allí residía parte de su mérito. Hay algo de eso en la obra de los artistas nombrados, y está bien que así sea. Pero no le pidamos al mundo que haga un esfuerzo para apreciar sus obras, porque no están obligados a hacerlo.

Hay un error bastante usual en quien se acerca a explorar una expresión de arte disruptivo. No debe buscarse allí lo mismo que uno puede hallar en un Bach, un Mozart, un Beethoven. No debe esperarse la melodía, el ritmo conocido, sino la experiencia misma de la ruptura, la sorpresa de qué cosas diferentes pueden hacerse mediando otros materiales, otras lógicas, diferentes de las ya transitadas. Es solamente una explicación posible: no todo el arte tiene los mismos objetivos, y por tanto tampoco los mismos destinatarios. A sabiendas, por supuesto, de que también existen las apariencias vacías de cualquier contenido, que no pasan de ser una mera pose. Ese es un tema diferente, que hemos abordado en otras oportunidades.

Pero regresemos al tema de lo evidente, que allí es donde se ubica el nudo de la cuestión. Una cosa es que una expresión nos resulte ajena o incluso incomprensible; otra, muy diferente, es su rechazo a través de la denigración. Llama la atención que gente supuestamente informada, en lugar de limitarse a declarar “a mí no me gusta” o “a mí no me llega”, esté dispuesta a declarar alegremente y sin ruborizarse que La ciudad ausente es una obra sin sentido, o una muestra cabal de falta de talento. Es como si un hispanohablante, al escuchar una conversación en alemán, chino, ruso o yiddish, ante la incomprensión de eso que escucha exclamara indignado: “¡Eso no es un idioma, no tiene ningún sentido!”

Llama la atención, pero es además una alarma. Porque en ese gesto simple, aparentemente intrascendente, anida un germen de totalitarismo que también se ve expresado en otras esferas de lo lo social y lo político. Las pruebas están a la vista para quien desee verlas. Y no es un fenómeno nuevo, sino que ya ha tenido lugar otras veces, en otros tiempos y en muchos rincones del mundo. Entre nosotros, podríamos recordar el virulento rechazo que sufrió en su momento Astor Piazzolla por atentar supuestamente contra las raíces del tango. Aquello puede ser visto ya casi como una anécdota. Pero el Entartete Kunst de la Alemania nazi es parte de la más oscura historia contemporánea, y cabría preguntarnos si en el fondo hay tanta distancia entre un ejemplo y el otro.

“El abuso del sinsentido en el arte constituye la manera más eficaz tanto de presumir talento como de disimular su carencia”. Esto lo escribió alguien, con más elocuencia que argumentos, en una red social asociada al Teatro Colón. Y muchos lo aplaudieron. Claro, la frase tiene su encanto, y reconocemos que también su cuota de verdad. En ese contexto, que los dardos no sean apuntados adecuadamente puede pasar hasta por un detalle menor. Veamos, de todos modos, una respuesta posible: “Cuando algo no se comprende, no hay mejor manera de proteger la propia autoestima que afirmar que aquello que no se ha comprendido carece de sentido”.

De nuevo: discutir todo esto en torno de una ópera de Gandini no pasa, al fin y al cabo, de ser algo así como un paso de comedia. Puede resultar incluso entretenido. Reconozcámoslo: como lo asegura un personaje de ficción de una reciente serie argentina, “la crítica se disfruta más cuando es negativa; incluso la ofensa es más placentera para el lector”. Sin embargo, lo que no deberíamos perder de vista es que el paso de comedia puede convertirse con facilidad, casi sin que nos demos cuenta, en un paso marcial que se termine volcando sobre el imaginario de nuestra sociedad e incluso sobre su organización política. Ahí es donde las cosas pueden complicarse gravemente. Y no sería la primera vez que esto sucede. Después de todo, los pueblos tienen, si no los gobiernos que se merecen, sí los que crean a través de las ideas que propaga.  Germán A. Serain

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