Ha muerto Stephen Sondheim, y la merecida catarata de obituarios -uno mejor que otro- revelando al multifacético compositor, no admite uno más. Por eso, quizás el único enfoque válido sea una breve pero ineludible reflexión sobre este titán que a los noventa y un años nos ha dejado la mañana siguiente al Día de Acción de Gracias: “He sido afortunado, no percibo la muerte que se aproxima inexorable porque tengo suerte con mi salud. No me importa morirme, pero no quiero sufrir ni saber que me estoy muriendo”. Su deseo fue cumplido, doblemente afortunado.
El más “clásico” de su disciplina, el mas innovador y audaz, el más “serio” e intrincado de su género contaba en una entrevista del 2009 cómo no era un fanático de la ópera. Así rezaba el engañoso título de un reportaje que al leerlo sugiere aristas muy diferentes, evidenciadas en su amor por Ravel, Stravinsky, Britten, Berg, Barber y Bizet. Su motivo queda claro: “El público de ópera ama la voz como instrumento; en cambio para mí es la canción, no el cantante. Aguantan la longitud de una ópera sólo para ver brillar a su divo favorito, esa es la recompensa. Una ópera tiene lugar en teatro de ópera con una audiencia de ópera, ídem con Broadway. La expectativa de cada audiencia es diferente. Habiéndome criado en Broadway, la agilidad es fundamental. Incluso Carmen, que amo, es demasiado larga, lo mismo sucede con Porgy & Bess, que considero el mejor musical americano, así como la mejor ópera americana. Por eso Wozzeck es mi ópera favorita, nada sobra. No es una sucesión de canciones sino una larga composición integrada”.
Paradójicamente, y como tantos desde la vertiente clásica, quien esto escribe llegó a Stephen Sondheim a través de sus piezas mas cercanas a la ópera: Sweeney Todd (su feroz homenaje al Londres dickensiano), Sunday in the park with George (su enternecedor homenaje a la creación pictórica) y A Little Night Music (su homenaje al magno Ingmar Bergman). Con toda razón, Sondheim no las consideró óperas sino operetas, con sus diálogos entretejidos dando lugar a canciones, dúos y tríos mas cercanos a ese género que al musical tradicional. “¿Es Sweeney una ópera?… no lo sé, el público decidirá”. Y Sweeney Todd –como las otras, aunque más todavía– atravesó la barrera y llegó al Covent Garden, al Lincoln Center con Bryn Terfel y a la Ópera de San Francisco con una memorable Stephanie Blythe como la inefable Mrs. Lovett. Si Blythe no borró el recuerdo, ni tenía por qué, de la incomparable Angela Lansbury y otras geniales, llámense Dorothy Loudon o Imelda Tauton, sentó un precedente sobre lo apetitoso de un papel a la medida de una Lady Macbeth de bolsillo.
En Sunday in the Park, Sondheim asesta un golpe de teatro tan formidable como conmovedor cuando al final del primer acto, el público ve armarse ante sus ojos la gloriosa pintura de Seurat enmarcada por un coro asimismo glorioso. En Una pequeña música nocturna, que abriga su canción mas popular, Send in the Clowns, grabada mas de 500 veces por los intérpretes mas dispares (dicho sea de paso, mi Sondheim menos favorito), el tácito homenaje a la condesa de La dama de pique de Tchaicovsky en la figura de Madame Armfeldt es otro indicio de cuán cercano, mal que le pese, estaba de la ópera. De ahí que ni su creadora Hermione Gingold ni las grandes que le siguieron, igualaron a la veteranísima mezzo Regina Resnik, notable Carmen, Eboli, Klytämnestra y Condesa tchaicovskiana. Verla literalmente «saborear» Liasons como antes hiciera con Je crains de lui parler la nuit valida a Sondheim como operista nato.
Letrista inesperado, críptico e imbatible, para Sondheim es prima le parole, dopo la musica; dueño de vitriólico humor, creador de desopilantes retruécanos, como los puntos de color de Seurat armaba cada pieza cual gigantesco rompecabezas (que adoraba) donde engarzó canciones en teoría imposibles de tararear. Barbara Cook lo desafiaba con “¿Quien dijo eso?” y como prueba irrefutable cantaba, como ninguna, I am Losing my Mind y In Buddy’s Eyes. Pegadizas, emocionantes, al borde de la sacarina, inolvidables, ambas salidas de Follies. Lo cierto es que la rigurosidad inclaudicable de Sondheim era tal que en el contexto general de la obra cada una emerge como una canción más; fuera de ella, crecen hasta el infinito.
Versátil, inmenso e inclasificable, ni frío ni cerebral como lo tildaron sus detractores, este neoyorkino supo darle la necesitada vuelta de tuerca al teatro musical, como Piazzolla con el tango, para asegurar la supervivencia del género con un aire nuevo e inquisitivo, más intelectual, menos predecible, más maduro, más eterno. Su desaparición marca el fin de una era como último sobreviviente del equipo creador de West Side Story, cuyas letras sobrevivirán mas allá de su arrepentimiento con I feel pretty (“Era mi primer show y quería imponerme a toda costa, se imaginan a una portorriqueña recién llegada cantar It’s alarming how charming I feel”?).
Stephen Sondheim deja un legado que se instala precioso en los amantes del teatro musical y de la música americana. Y no olvidar, como creador de puentes para quienes -como yo- empezaron a atisbar que la música de Broadway era más de lo que parecía gracias a su genialidad y canciones, definitivamente «tarareables». Sebastian Spreng
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