¿Desde cuándo existe la obsolescencia programada? En noventa y cuatro años pueden pasar muchas cosas. Por ejemplo, que en los Países Bajos nazca un señor llamado Lodewijk Frederik Ottens, o Lou Ottens, como se lo conoció. Que en 1952 lo contrate la multinacional Philips, donde Lou Ottens haría una extensa y exitosa carrera profesional. Que entre 1960 y 1969 desarrolle para esa empresa el cassette y el primer grabador de cassette portátil, invento presentado en 1961 en la Internationale Funkausstellung de Berlín, célebre feria tecnológica de Alemania. Que en 1977 Lou Ottens y su equipo desarrollen el primer modelo de disco digital y que dos años más tarde presenten el primer modelo completo de lo que se conocería como compact disc o CD. Y que el cassette, el walkman, el CD, el mini-disc y tantos otros inventos que surgieron en los vertiginosos años posteriores a la Segunda Guerra Mundial alcancen su cenit y vean su ocaso en menos de lo que canta un gallo.
Lou Ottens murió en su país natal el 6 de marzo pasado, a los noventa y cuatro años. En casi la mitad de ese lapso, el cassette y la grabadora de cassette por él concebidos vieron su surgimiento y su caída, y esto no solo nos habla de lo fútil de la existencia humana y todo lo que tiene que ver con esta, sino que, además, nos hace caer en la cuenta de que nada permanece. El hecho de que en pocas décadas o lustros surjan y queden, en el más absoluto de los olvidos, inventos que podrían hacernos la vida más fácil nos confronta con una realidad durísima. Ya nada está pensado para que dure 104 años, como el Magiclick, aquel célebre encendedor de chispa, infaltable en nuestros hogares.
Lo efímero de los electrodomésticos, productos electrónicos y afines no es algo azaroso. Todo lo contrario. Tiene un nombre: obsolescencia programada. El término se retrotrae a los años de la Gran Depresión, y se le atribuye al estadounidense Bernard London, quien la utilizó en su panfleto Ending the Depression Through Planned Obsolescence (“Para terminar la Depresión por medio de la obsolescencia programada -o planificada-”). Años más tarde, Brooks Stevens, un diseñador industrial, la usó en Minneapolis en una conferencia sobre publicidad. Pronto, el término comenzó a ser sinónimo de que el consumidor adquiera productos “más nuevos y mejores, más pronto que lo necesario”. Y finalmente, quedó como referencia para aquellos productos ex profeso diseñados para un deterioro prematuro, para que pasen de moda en lo que dura un suspiro; en definitiva, para que no duren lo que podrían durar.
La obsolescencia programada no es privativa de los artículos electrónicos ni de los autos. En el mundo editorial, los libros de texto sufren este mal moderno. Las generaciones de argentinos nacidos a fines de los sesenta y que transitamos la escuela secundaria con Cosmelli Ibáñez o Drago (historia), Alemán y López Raffo (geografía), Loprete (lengua), Tapia (matemática), Kechichian (instrucción cívica), Waldemar Axel Roldán (educación musical) o Zarur (biología) hemos visto azorados cómo esos libros, verdaderos tesoros de conocimiento, vegetan en las mesas de ofertas de Parque Rivadavia o Plaza Italia, y cómo fueron reemplazados en sucesivas oleadas por otras propuestas con menos páginas, más ilustraciones y letras más grandes, conforme los sucesivos paradigmas en el sistema educativo, esfera donde lo efímero también parece ser la norma (¿obsolescencia programada?.
Los libros de texto para la enseñanza de idiomas, como los de inglés, no son inmunes a este fenómeno. Un título equis edición 2017 posiblemente quede demodé en 2019. Por supuesto que es razonable que las editoriales deban modificar algunos textos que sirven de soporte didáctico porque los protagonistas involucrados en estos fallecen o sufren algún cambio de circunstancias. Sin embargo, es llamativo que quienes diseñen estos materiales muestren una extraña tendencia a escoger de antemano aquello que a todas luces quedará obsoleto en mucho menos de una década. Un ejemplo sencillo: en los libros de enseñanza de idiomas puede haber un ejercicio de lectocomprensión que hable de una pareja de famosos, y que pocos meses más tarde, esta pareja deje de serlo.
Los interrogantes flotan en la mente. Lejos de ser pensamientos efímeros, como estos inventos, las preguntas quedan, subsisten. Lo más lamentable es que estos adelantos nos generan además gastos innecesarios. Parafraseando el slogan de Grundig, una marca de televisores de los años ochenta, los inventos modernos son caros… pero no los mejores. ¿Por qué, si el celular por el que pagamos una cifra de cinco dígitos es bueno y estamos satisfechos, debemos invertir una cifra superior, en el mejor de los casos en un lustro, porque la versión 2018 ya no sirve para el 2021? ¿Para qué lanzar infinitas actualizaciones de software, si el que tenemos sirve y funciona bien?
¿Quiénes están más que interesados en que los consumidores desembolsemos una parte de lo poco o mucho que percibimos para comprar casi compulsivamente una cantidad de productos y accesorios que, si lo pensamos, son innecesarios? En 1960, el crítico cultural estadounidense Vance Packard publicó The Waste Makers (“Los fabricantes de basura”). En el capítulo 7 de su libro, Packard aborda la tendencia de “hacer obsoletos a los productos diseñándolos de modo tal que se deterioren o luzcan de mala calidad después de algunos años tiene un uso limitado”. Agrega además que “muchos llegaron pronto a la conclusión de que el enfoque más seguro y de más amplia aplicación consiste en generar un desgaste del producto en la mente de aquel que lo posee. Despojar ese producto de todo lo deseable, aún si sigue funcionando como corresponde. Hacerlo parecer anticuado y notablemente ‘anti-moderno’”.
Packard, que en sus agradecimientos menciona a Aldous Huxley, sabiamente incluye como epígrafe de este capítulo una cita del siempre vigente y agudo Oscar Wilde: “La moda es una forma de fealdad tan intolerable que debemos cambiarla cada seis meses”. Y amén de irrisorio, todo parece un absoluto contrasentido en este mundo donde se pregonan cual dogma las bondades del reciclado y donde la cantidad de basura ha superado todos los límites. Con todo, el sistema nos obliga a desechar objetos que difícilmente puedan ser reabsorbidos por la tierra. Nuestro mundo moderno parece encuadrar entonces dentro de un diagnóstico de esquizofrenia.
Lou Ottens vio pasar durante su vida, cual estrellas fugaces, sus propios inventos, comenzando por el cassette. Vio cómo estos quedaban perimidos sin más. Desde el fin de la Segunda Guerra, el mundo ha sido testigos de avances tecnológicos que parecían imposibles en otras épocas. ¿Será que el ángel que le habló al profeta Daniel tenía toda la razón, cuando le dijo que “todos correrán de aquí para allá, y la ciencia se aumentará”? Viviana Aubele