Impresiona en Hairspray la energía y el vigor que pone toda la compañía para mantener alborozados a los espectadores durante 2 horas y media de show. Tal como dice la canción principal, el público no puede parar. Por eso aplauden de pie y bailan hacia el final, recibiendo con alegría todo lo que el numeroso elenco transmite, bajo la sabia y experta mano de Ricky Pashkus.
Desde la creación de Hairspray y la pretérita época que retrata, no parece que nada haya cambiado mucho. Con diferentes formatos y propuestas, encontrar un determinado talento y llevarlo a la fama parece un clásico desde que las artes del espectáculo existen, multiplicado por la masiva televisión. Siempre habrá también una cierta rebeldía y ansias de libertad que, con la llegada de una nueva generación, parecerán de pacotilla al lado de las pretensiones de quienes nos suceden. Que en la década de los ‘60 se buscara unir a blancos, negros, flacos y gordos era casi una quimera.
Hairspray retrata estupendamente un período provocativo, sus personajes, la música, la idiosincrasia norteamericana y el reflejo de vanidades, envidias, celos y peculiaridades de una geografía, aunque con muchos guiños locales que el agudo Enrique Pinti ha sabido imprimir a la adaptación que hicieron los inefables Masllorens y González del Pino.
El vestuario de Fabián Luca, muy atractivo y cuidado, respeta notablemente la época, desde las tonalizadas zapatillas hasta las batidas coronillas. Es destacable también la escenografía de Alberto Negrín que, con mucho colorido y movimiento, cambia los ámbitos sin solución de continuidad. La música, interpretada por una banda en vivo con dirección de Gerardo Gardelín, suena muy bien y acompaña el ritmo contagiante.
Dentro de un elenco adecuadamente elegido y parejo en actuaciones, canto y baile, se destaca la novel Vanesa Butera componiendo un papel protagónico que lleva a cabo como si tuviera años de grandes escenarios. Bien acompañada por su pareja en la ficción, el reluciente Fernando Dente, tienen momentos de ternura memorables y convincentes. Patricia Echegoyen personifica en forma impecable a una madre impoluta, junto al experimentado Diego Jaraz, la cantarina Deborah Dixon, el apreciable Salo Pasik y la lograda odiosa Josefina Scaglione.
Un párrafo aparte merecen Laura Oliva y Enrique Pinti. Ella, con tres papeles a su cargo –y una gran soledad como denominador común-, se erige en una comediante de primera línea partiendo desde una guardiacárceles que sin ambages abusará de las reclusas. Oliva compone desde el disparate, cautivando con sus jocosas ocurrencias y haciendo gala de un creciente histrionismo que interpreta el texto con un desenfadado lenguaje gestual y corporal. Él, en el rol de un ama de casa de porte considerable –según sus propias palabras-, no deja de ser único e inenarrable. Su personaje es de caricatura, con vestuario y pelucas atrevidamente grotescos. Sin embargo, Pinti no deja de ser él. No cambia un ápice su forma de hablar, su velocidad, su mordacidad. Eso le añade más gracia aún, pues es difícil separar la voluminosa imagen y la inconfundible voz de un capocómico tan nuestro, tan querible, tan genuino y honesto. Diga lo que diga, esté vestido como esté vestido, Enrique Pinti sabe como provocar la carcajada cómplice, como manejar inteligentemente el humor, obteniendo en todo momento una franca respuesta a sus inimitables guiños, que siempre dejarán un lugar a la reflexión. Martin Wullich
Se dió hasta abril de 2009
Teatro Astral
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