Artista chatarrero. Con este calificativo solía ser identificado Carlos Regazzoni. Chatarrero ferroviario, pues buena parte de su producción artística, de sus esculturas, estaba realizada a partir de desechos de materiales encontrados a los costados de las vías, provenientes de viejas locomotoras desguazadas, pero también de bicicletas viejas, motocicletas o automóviles. Atravesados por su mirada y su pensamiento, en primera instancia, y luego mediante la acción de sus manos, esos deshechos se convertían en otra cosa. En algo nuevo, en algo diferente. En algo que, según él decía, siempre había estado ahí, escondido, listo para ser descubierto.
Regazzoni veía cosas que a otras personas le resultaban ajenas. Su mera inclusión dentro de la esfera del arte, su inclusión dentro del caprichoso canon que lleva a que alguien sea efectivamente reconocido o no como un artista, marca un quiebre, un pequeño escándalo, una disputa. Excéntrico, singular, desfachatado, su sensibilidad provenía de un lugar diferente del cual pareciera venir el artista promedio. La atmósfera típica de los circuitos comerciales o legitimados por la élite le resultaba ajena. Regazzoni era un tipo de barrio, que encontraba en un galpón abandonado su lugar en el mundo.
Nacido en Comodoro Rivadavia el 1º de diciembre de 1943, este artista diferente, de aspecto y modales rústicos, como su propia obra, pero con una imaginación genial, falleció en Buenos Aires, a los 76 años, el 26 de abril de 2020. Alguna vez comenzó a cursar estudios en la Escuela Superior de Bellas Artes Manuel Belgrano, en la ciudad de Buenos Aires, pero abandonó en el primer año y siguió toda su vida de manera autodidacta. Las instituciones probablemente le resultaban mucho más ajenas que la cotidianeidad de la calle. Tal vez por eso lograba encontrar belleza allí donde otras personas acaso veían basura.
Solía descargar su mal carácter contra aquellas personas que a su entender no se interesaban de un modo diferente por las cosas. A esos que no van al fondo, o no se atreven por alcanzar el final de las cosas. A esos que no van al monstruo, a esos que no se sienten Teseos, como él decía. “Hay que abrir la puerta del monstruo y matarlo. Hay que sentirse Teseo. Hay que entrar al laberinto y matar al monstruo”.
Tal vez porque pensaba en términos de monstruos, sus esculturas solían tener algo de bestiales. Tal vez porque reivindicaba a Teseo, él mismo era un hombre de acción, que valorizaba la labor del artesano por encima del decir que es propio del intelectual. De hecho, es probable que no sintiera simpatía por estos párrafos, que dicen más de lo que hacen. Él no se limitaba a las ideas, y no cuidaba sus palabras, sino que encontraba su mejor modo de expresión en esas toneladas de metal que tomaron formas de animales, insectos, vehículos salidos de una pesadilla, personajes mitológicos y héroes a gran escala, que hoy lo sobreviven en muchísimos rincones del país, y también en Francia, donde vivió durante catorce años.
Además de las fotos de algunas de sus obras, dejamos en esta nota dos videos: una entrevista con el artista realizada por Beto Casella, y una película documental realizada en París en 2005 por el cineasta chileno Daniel Sandoval, cuando Regazzoni estaba a punto de perder su espacio de trabajo en Buenos Aires. Germán A. Serain
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