Para los antiguos, simbolizaba la inmortalidad. Si querían conocer el futuro, los oráculos lo arrojaban al fuego, y si sus hojas crujían, era un buen augurio. Confeccionaban coronas con sus hojas para premiar a los atletas victoriosos; siglos más tarde, quienes lograban altos grados académicos portaban una en su cabeza. El laurel tiene tantas propiedades que tiene usos médicos. Para los expertos en gastronomía, posee un aroma característico, y siempre las amas de casa conocedoras de los secretos de la cocina ponen una o dos de sus hojitas en la salsa para darle un toque especial a la pasta del domingo. Perennifolio, siempreverde, sempervirente, los griegos atribuían su origen al capricho de Apolo por su amada Dafne, que terminó adoptando la forma de esta planta. Por qué no tener, entonces, una zamba del laurel, y presentarla en Dunin Mech.
De hecho, el laurel ha sido parte de la imaginación del hombre desde tiempos inmemoriales. Curiosamente, en la Biblia aparece muy poco. Se lo menciona en el Salmo 37: “Vi yo al impío sumamente enaltecido, y que se extendía como laurel verde; pero él pasó, y he aquí, ya no estaba; lo busqué, y no fue hallado”, dice el salmista. Pero para el folklorista y poeta mendocino Armando Tejada Gómez (1923-1992), el laurel fue inspiración para una preciosa zamba.
Quizás fue una de esas epifanías que todo poeta vive a lo largo de su vida. De hecho, su hija Gloriana cuenta cómo nació la hermosa Zamba del laurel. Un día, Paula, otra de las hijas de Tejada Gómez, le hizo la siguiente pregunta a don Armando: “Papá, si lo verde no se llamara verde, ¿cómo se llamaría?” Y como en un arrebato de inspiración, vino la respuesta: “Si lo verde tuviera otro nombre, debería llamarse rocío”. Así se gestó esta zamba, cuya letra, amén de basarse en una anécdota familiar, rezuma vida y recuerdos de infancia, y cuya música, hechura del salteño Gustavo “Cuchi” Leguizamón, acompaña serenamente los versos del mendocino. “Todo lo que vivía mi papá y lo conmovía, se transformaba en poema”, cuenta Gloriana.
Con esta misma sensibilidad, la cálida voz de Claudia Scilingo (ex Voces Blancas) trae, con Claudio Guiragossian al piano, la frescura del rocío, el aroma del laurel, el rumor del río de la infancia. Una bonita entrega del ciclo Dunin Mech (“en casa”, en armenio) con una vuelta a la naturaleza, a la belleza de la Creación de la que la vida urbana nos aleja, una conexión con lo simple de los afectos. Afortunadamente, y parafraseando a Bécquer, todavía existen poetas y, por ende, poesía. Viviana Aubele
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