Se (nos) fue Jeanne Moreau. La que enamoraba a hombres y mujeres por igual. Actriz única, presencia única, literalmente, única. Era la sorpresa que esperaba detrás de los obvios. La bella que sin ser bella era la más bella de todas las bellas. Era la mirada, la voz, el andar, un todo. Una actriz que no actuaba, le bastaba con mirar para hacernos ver, estremecer, soñar, enamorar. Actriz, cantante, directora, régisseur y más. Instrumento de los grandes, la frente amplia, los ojos serenos e inquisidores, otra leona francesa, efervescente e incandescente. Curiosa, feroz, inteligente, sabia, cautivadora, mordaz, femme-fatale y grand-dame a la vez y, quizás, una deidad normal pero deidad al fin. Encarnó a Miles Davis bajo una lluvia legendaria y al sexteto de Brahms en la incomparable Les amants de su amado Louis Malle. Turbulentos, apasionados, lacerantes, sublimes como ella.
Poco a poco los hitos – ni ídolos ni íconos, hitos – de nuestras vidas cruzan al otro lado, pareciera que el mundo se va despoblando de aquellos que nos marcaron. Se sueltan amarras, queda la deriva. Menos y menos referentes. El mundo esta más vacío, vaciándose con cada irremplazable que se va. Gota a gota. Lo que queda no alcanza a saciar tanta sed, lo que viene llega impregnado de rara banalidad, de aburrimiento soberano, de ignorancia cegadora y pretendida novedad. Cuesta abajo. Decadencia. Seguimos hacia adelante obedeciendo el irrefrenable impulso de la vida misma. Inercia sacudida de vez en cuando por una partida que nos hace recapacitar, reflexionar, reaccionar.
El único consuelo es pensar que quizás, todos ellos, estén del otro lado esperándonos para seguir disfrutando de esa charla interrumpida, de esa posible y ahora eterna amistad. Si al final de su vida hasta el mismo Ingmar Bergman avizoró esa posibilidad, ¿por qué no nosotros?
Nos vemos, Jeanne. Sebastian Spreng