Emilia – Actúan: Elena Boggan, Gabo Correa, Adriana Ferrer, Francisco Lumerman y Carlos Portaluppi – Escenografía: Gonzalo Cordoba Estevez – Iluminación: Ricardo Sica – Autor y Director: Claudio Tolcachir
Un rejunte de almohadas y de variadas telas están dispuestas –como costales de arena en una guerra- en forma rectangular, haciendo de living de una casa que comienza a ser habitada por sus nuevos propietarios, un matrimonio con su hijo. En el medio, unos pocos objetos que, ya como un sello del director Claudio Tolcachir, nos son familiares porque evocan en todo momento la cotidianeidad. El director siempre monta escenografías que son tan intimistas (las butacas suelen ser devoradas por la escenografía y a través de ellas el espectador puede entablar un vínculo con cualquiera de los personajes) como a la vez, completamente ajenas (los objetos no dialogan entre sí, no armonizan sino que vibran incómodos, e incomodan al público bajo el techo de un galpón que cada tanto, se estremece y libera estruendos).
Las conexiones con La omisión de la familia Coleman emergen constantemente, donde los roles y funciones de los miembros se ven permanente entremezclados y subversionados, donde los imperativos no rigen sino que pululan y en donde la sexualidad ejerce tan poca autonomía sobre sí misma que los personajes se apropian de ella, la ultrajan y exhiben al desnudo el mismísimo tabú.
La tensión, que no sólo es sexual, es la que hilvana todos los cuadros entre lo que nos es conocido y ajeno, tan extraño o ininteligible que, por momentos, arrastra nuestras emociones a las costas de la aversión. Es una tensión que gobierna a lo largo de casi dos horas, en donde al igual que la casa, los límites son difusos. Los actores entran y salen de ese rectángulo de trinchera, penetran con sus cuerpos todas las dimensiones y los poros de las paredes que allí coexisten siempre y cuando el padre de familia habilite a pasar por el único punto de fuga: una puerta contenida por un marco de hierro. Será Emilia (Elena Boggan), la niñera devenida en una suerte de ama de llaves, quien abra y cierre esa com-puerta.
Y es que la noción de compuerta está presente en toda la obra. Las emociones contenidas o liberadas como un extasiado torrente de palabras y excesivas demostraciones parecerían mostrar cuán dificultoso es -al menos para estos personajes- dosificar sus sentimientos. Hasta el manso sonido de un xilofón se vuelve una brutal arma de sometimiento y opresión bajo el esquizofrénico velo de un inadecuado cariño.
Entre un Walter -muy bien interpretado por Carlos Portaluppi– cálido y agresivo, que escinde su inocente niñez ante Emilia y su posición de macho proveedor, en particular ante Gabriel (Gabo Correa), el padre biológico de Leo (Francisco Lumerman), nos encontramos con Carolina (Adriana Ferrer) que, sin saber si es fingido, vive en un estado de ausencia absoluta y objeto de burla, hasta que puede demostrar que también tiene lucidez y un carácter nada dócil. Leo, sin ser la excepción entre estos integrantes que se caracterizan por la dualidad, intenta todo el tiempo componer las situaciones o al menos dotar de un poco más de normalidad (si es que esto existe) todo lo que en ellos no parece haber.
Sin embargo, parecería fácil predecir qué puede esperarse cuando es un adolescente el que, aun confundido por su lugar en el mundo y su forma de vivir su sexualidad, da su versión más inacabada de normalidad. Omnipresente, siempre está Emilia, tan carente, que recibe dando. Su mirada triste edulcora historias que van desde su nacimiento y su nombre, la infancia de Walter y hasta la suerte que padecieron ella y su perro Roco. Sin abandonar escena –desde el relato y desde el silencio, desde su acción y desde su omisión-, no suelta nunca esa casa, antesala de su destino y por la que, desde que entró, se ha encontrado presa de su último dolor-amor. Martín Quiroga Barrera Oro
Se dio hasta fin 2014
Teatro Timbre 4
México 3554 – Cap.
(011) 4932-4395
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