Hubo un tiempo que fue hermoso, cantaba Sui Generis. Un tiempo en que Buenos Aires era pujante sin dejar de ser bella, elegante y distinguida. En ese entonces podemos recordar la casa de Francisco Beiró. A pesar de la profusión inacabable de edificios altos, de megaemprendimientos de uno, dos, tres e incluso cuatro ambientes distribuidos en más de cinco pisos con salones de usos múltiples (SUM), piscina, cocheras, instalaciones eléctricas y demás cuestiones que le dan un valor agregado (literalmente) al ya hiperinflado valor por metro cuadrado de la Ciudad Autónoma, los porteños de más edad sienten una punzante nostalgia por tiempos de más encanto.
Las hermosas casas bajas que aún subsisten, con sus jardines delanteros adornados con glicinas, madreselvas, buganvilias (acá conocida como Santa Rita), jazmines y otras muestras de la flora urbana solían ser un bálsamo para el transeúnte que salía a su trabajo a la mañana o regresaba a su hogar después de la jornada laboral. Pero los emprendedores inmobiliarios prefieren sacar cuantiosos réditos a cambio de construcciones monolíticas, casi de estética estalinista, que no solo no se condicen con el estilo del barrio o de la cuadra, sino que le da un toque anodino carente de lustre.
En la calle José Luis Cantilo, en pleno corazón de Villa Devoto, se levanta la casa de Francisco Beiró (1876-1928). El abogado y político radical vivió en una mansión construida a principios del siglo XX. Beiró, nacido en Rosario del Tala, Entre Ríos, fue diputado nacional y ministro del interior durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen. Pudo haber sido vicepresidente del segundo mandato del “Peludo”, pero la muerte lo sorprendió antes de asumir. Un siglo después, sus descendientes tuvieron la poco feliz idea de vender la propiedad a una inmobiliaria conocida de la zona que, evidentemente, debió ver el negocio.
La acción conjunta de los vecinos logró frenar temporariamente la debacle, pero la casa sigue resistiendo pese al abandono, y hoy pide a gritos que alguien haga algo para preservarla. Como lo piden los devotenses que temen, con justa razón, que la voracidad inmobiliaria le dé el tiro de gracia y se alce con jugosas ganancias con alguno de esos emprendimientos. Villa Devoto es uno de los tantos barrios porteños que viene sufriendo los embates destructivos de los emprendimientos inmobiliarios y el cambio definitivo de su fisonomía, para mal. Quien haya vivido toda su vida en ese barrio, o incluso mudado diez años atrás, recorre con tristeza aquellas calles en donde se levantaban coquetas casas, hoy arrasadas por la codicia. En sus lugares, oscuras pajareras prometen a sus constructores jugosas ganancias en desmedro de la calidad de vida de los porteños.
A pocas cuadras de la avenida que lleva el nombre del político que la habitó y en la cercanía del Depósito de Gravitación de Villa Devoto, conocido popularmente como el edificio de Aguas Argentinas y declarado Monumento Histórico Nacional, la residencia acusa un deterioro que, más que escandaloso, es indignante. Pero más inaudito es enterarse de que los distintos proyectos de ley para preservar la casa, quedaron en la nada.
Los destrozos que ha sufrido la propiedad (que incluyen intrusiones varias y hasta el incendio de su techo), el abandono sistemático, la desidia y el poco apego de algunos agentes de la sociedad al patrimonio arquitectónico de Buenos Aires, son sintomáticos de un doble discurso: nos admiramos de las construcciones medievales, barrocas, renacentistas y neoclásicas del Viejo Mundo, pero en nuestro suelo tenemos una predilección esquizofrénica por deshacernos de nuestro pasado y tirar abajo todo lo “viejo”, lo que “no sirve”. Las sombras proyectadas por los insípidos edificios modernos, apáticos en su supuesta estética, quieren acabar con los gozos de una época de glorioso brillo. Viviana Aubele
Casa de Francisco Beiró en Instagram
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