ÁSTOR PIAZZOLLA (1921-1992), música argentina

"El problema es que en la Argentina todo se puede cambiar, menos el tango" afirmaba el compositor

Todo artista tiene una identidad particular. De lo contrario, sería incorrecto e impropio ponerle el mote de artista. Sin embargo, también es cierto que algunos artistas están marcados de algún modo por una identidad más personal que otros. Y esto es lo primero que cabe decir a la hora de referirnos a Ástor Piazzolla. Un músico original, genial, polémico, argentino por ciudadanía, universal por derecho propio, y rebelde de una manera radical ante cualquier intento de ser clasificado forzadamente dentro de una categoría predeterminada.

Este año se conmemora el centenario de este compositor, nacido como Ástor Pantaleón Piazzolla, en la ciudad balnearia de Mar del Plata el 11 de marzo de 1921, aunque pasó buena parte de su infancia en Nueva York, junto con su familia. Allí su padre, Vicente Piazzolla, hijo de inmigrantes italianos y aficionado a la música, un día cualquiera le regaló un bandoneón usado, comprado en una casa de empeños. Tal vez era un símbolo que corporizaba cierta nostalgia por la Argentina que había sido dejada atrás. Lo cierto es que, tal como el propio Astor lo señalaría muchos años más tarde al recordar aquel tiempo, resultó imposible encontrar a orillas del río Hudson un maestro de bandoneón. De manera que aquel muchachito se vio obligado a investigar el instrumento por su propia cuenta. Es muy probable que aquellas exploraciones iniciales llevaran al joven Astor a animarse a ir más allá de los límites que cualquier maestro de instrumento le hubiese impuesto.

La originalidad estuvo presente en la vida del futuro músico desde el primer momento: el nombre Astor no existía en Argentina cuando fue bautizado. En realidad se trataba de una deformación de un nombre italiano. Un amigo de su padre se llamaba así: Astore Bolognini. Como si las casualidades existieran, este hombre también fue músico: ocupó el puesto de primer chelista en la Orquesta Sinfónica de Chicago. Hubo luego un breve retorno de la familia Piazzolla a Mar del Plata, y allí aparecieron otros personajes afines a la música. Dos inmigrantes italianos, Libero y Homero Paolini, le enseñaron a Astor algunos rudimentos del bandoneón: acordes, rancheras, valses y polcas. Los tangos todavía no habían aparecido en esta historia, pero quizás estaban instalados en el alma de aquel chiquilín de once años.

En Nueva York el ambiente era marginal. Había pobreza, mafias y marginalidad. Ástor era un pequeño atorrante, amigo de andar a sus anchas por las calles y evadir en lo posible la escuela. Probablemente también era algo pendenciero. Pero un día escuchó que en una casa vecina alguien tocaba en el piano una pieza que -lo sabría más tarde- había sido compuesta por un tal Johann Sebastian Bach. Con ese vecino húngaro, llamado Bela Wilda, Piazzolla conoció la verdadera pasión por la música. Él fue su primer maestro y también quien le infundió para siempre un profundo amor a Bach. Sin embargo, a la hora de debutar como artista, en el marco de un festival escolar, en un pequeño teatro de la calle 42, Astor decidió presentarse con un tango, el primero que compuso.

“En la Argentina se puede cambiar todo, menos el tango”, dirá Ástor Piazzolla muchos años más tarde. Y con el diario del lunes en la mano uno podría decir que tenía razón, y a la vez que se equivocaba. Es evidente que tenía razón, a juzgar por la resistencia feroz que debió enfrentar de parte de quienes renegaron de él, señalando que la música que hacía no era tango. Se equivocaban, y esto también resulta evidente, porque después de Piazzolla, le pese a quien le pese, el tango ya no volvería a ser lo mismo.

Si lo de Piazzolla era o no era tango quedará con el tiempo convertido en una discusión carente de todo sentido. Lo de Piazzolla es música de Buenos Aires. Y por mucho que ello pueda sonar contradictorio, es al mismo tiempo una música universalista, que trasciende las fronteras de cualquier ciudad y cualquier país. Pero no hay dudas en cuanto a que hay antecedentes en la historia de Piazzolla que lo vinculan definitivamente al tango. Y uno de ellos es su relación con Aníbal Troilo. Si bien los dos bandoneonistas pertenecían a generaciones distintas y tenían también orígenes diversos (Pichuco criado en el barrio del Abasto, Astor en los barrios duros de Manhattan), la vida los reunió en 1939.

Piazzolla había decidido radicarse en Buenos Aires, y deseaba averiguar si lo que había aprendido con el bandoneón que le había regalado su padre podía servirle como medio de vida. Troilo tocaba en un local de la calle Corrientes, al cual el joven Piazzolla, por entonces de 19 años, iba todas las tardes a escucharlo. Se había hecho amigo del violinista del grupo, y un día se animó a decirle lo mucho que deseaba sumarse a la orquesta. Le dijo también que conocía todo el repertorio de memoria y que era capaz de tocarlo sin partitura. El violinista le respondió sin contemplaciones: “Descartalo. Sos muy pibe. Troilo busca gente con experiencia”.

Pero una tarde, un integrante de la fila de bandoneones se enfermó. Y Piazzola se ofreció para reemplazarlo. Apenas Troilo lo escuchó tocar, decidió incorporarlo. Aquella fue la gran plataforma de despegue para Piazzolla, pero la relación no se extendería demasiado en el tiempo. Después de haberse convertido en el arreglador principal de la orquesta, Piazzolla terminó renunciando a su cargo en 1944. Años más tarde Piazzolla dirá que de cada mil notas que él escribía en sus arreglos, Troilo eliminaba setecientas. Probablemente Troilo no renegaba de las innovaciones, pero sabía que no todos los músicos de su orquesta podían congeniar con la compleja música que proponía Astor. Alguna vez el marplatense confesaría su frustración, diciendo que Troilo nunca quiso despegarse del cómodo lugar de ser “un entretenedor de bailes populares”, en vez de asumir el rol de líder en una gran orquesta de tango para ser escuchado.

“Cuando empecé a tratar de ser Piazzolla -dice Ástor-, y arranqué a escribir arreglos más personales, pasé a tener cada vez menos trabajo. Por entonces se tocaba para hacer bailar. Y nadie podía bailar conmigo. Me atacaban, se burlaban de mí. Yo juntaba indignación y hambre. En 1950 casi abandoné el bandoneón. Pero me puse a estudiar como un loco”.

Es conveniente ponernos en contexto: el primer intento de Piazzolla por armar un ensamble propio fue a través de un dúo de bandoneones con el cual pretendía hacer adaptaciones de piezas de Sergei Rachmaninov. Claramente su búsqueda iba mucho más allá del tango tradicional. Años antes de tomar distancia de la orquesta de Troilo, Piazzolla había tenido ocasión de entrevistarse con el gran pianista Arthur Rubinstein, quien estaba de visita en Buenos Aires, y le mostró el esbozo de un concierto para piano que había escrito. El pianista lo recomendó con Juan José Castro, quien lo derivó a su vez al compositor Alberto Ginastera, que se convirtió en su maestro durante poco más de un lustro. Por este camino Ástor Piazzolla tomó contacto con el sinfonismo. Más tarde su febril búsqueda continuó en París, de la mano de la gran Nadia Boulanger.

Por entonces Piazzolla todavía no terminaba de definir si quería ser un músico de tango o un compositor de música clásica. Fue Boulanger quien lo animó a congeniar ambos mundos, aplicando al tango todo lo que pudiese aprender en el terreno de la música académica. Muchos no lo saben, pero en los primeros años de aquella década de 1950, Piazzolla llegó a componer una obra sinfónica, lamentablemente muy poco conocida, en la cual el bandoneón brilla por su ausencia: la Sinfonía Buenos Aires. Lo cierto es que, a partir de su experiencia con Boulanger, Piazzolla comprende que debe abocarse a escribir su propia música, que finalmente él mismo terminará definiendo como Nuevo Tango, un género personal, que parte de la tradición tanguera y la modifica, enriqueciéndola con elementos de la música clásica y también del jazz.

Durante aquel tiempo, además de los once meses durante los cuales estudió con Boulanger, Ástor Piazzolla también trabajó con Lalo Schiffrin, formó una orquesta de cuerdas con músicos de la Ópera de París, descubrió que algunos de sus tangos eran tocados por orquestas francesas abocadas al género y conoció la música del octeto de Gerry Mulligan, que lo impresionó con su faceta improvisatoria. Todos estos elementos contribuyen a forjar la obra de Piazzolla, determinando que su música trascienda finalmente cualquier categoría. Hoy sus composiciones son patrimonio del tango como de la música académica, el jazz y hasta el rock. Pertenecen a Buenos Aires, a toda la Argentina, como al mundo en su conjunto.

Pero las resistencias fueron feroces, y no surgieron solamente de parte de los tangueros ortodoxos. También el público de la música clásica supo darle la espalda. Cuando Ástor Piazzolla fue invitado a tocar en el Teatro Colón de Buenos Aires en 1983, acompañado por la Orquesta Filarmónica de la ciudad, no faltaron quienes se escandalizaron, señalando que esa música no era digna de ser interpretada en aquel recinto. Debió correr mucha agua bajo los puentes para que ahora, al cumplirse cien años del nacimiento del compositor, el mismo teatro decidiera homenajearlo con un generoso ciclo dedicado exclusivamente a su memoria.

Más allá de haber sido revolucionario con su arte, en cierto modo hasta subversivo, Piazzolla se tomó siempre la música muy en serio. Quizá sea un buen momento para cederle la palabra al propio Ástor: “Yo soy un estudioso de la música. Porque la música se estudia como se estudia medicina, ingeniería o arquitectura, que son profesiones importantes. Hay mucha gente que cree que la música es una profesión menor, y se equivoca. La música es un proceso de un largo estudio. Después si Dios te dio el don de la creación, ahí es otra cosa, porque sin eso, por más que estudies tal vez no sirva para nada”.

En otra ocasión, un periodista lo desafió diciéndole: “Piazzolla, a usted se lo conoce como el Zar del Tango, y sin embargo parece estar en contra del tango. Del tango clásico, por lo menos”. En estos casos Piazzolla -ya una figura consagrada y reconocida mundialmente-, tenía que volver a aclarar la cuestión: “No, eso no es cierto. Yo no estoy en contra. Yo simplemente tengo mi posición, que es hacer una música diferente. El problema es que en la Argentina todo se puede cambiar, menos el tango. El día que a mí se me ocurrió cambiar, fue una especie de revolución. El tango es considerado casi una religión, es como una secta. Es hacer siempre lo mismo, estar dentro de un círculo que no tiene salida. Por cambiar tuve muchísimos problemas. Los sigo teniendo aún hoy, porque la gente no cambia: a la mayoría no le gusta pensar”.

Ástor Piazzolla escribía música para una minoría, aun conociendo los perjuicios que eso podía ocasionarle. “Yo tengo que arriesgarme, tengo que tener el coraje”, afirmaba. “Mi país ha pasado por muchísimos problemas y la cultura ha caído a un nivel muy bajo en estos últimos años. Entonces mi deber es hacer cosas. Y si yo voy a seguir siendo como la mayoría, o si voy a pensar como pensaban los otros, entonces también estaría en el mismo juego. Mi problema es que estoy en contra de todo lo que se repite, de todo lo que es fácil; porque es muy fácil para una persona tocar temas que se escribieron hace cuarenta años, que son muy lindos, pero estamos viviendo en otro tiempo, y yo no puedo salir a tocar esos tangos, porque ya son pasado. Estamos en otro momento y creo que el lenguaje es otro. Yo tengo que darle otro lenguaje a la música, y otra manera”.

Y por el mismo rumbo proseguía: “Por supuesto, no puedo ir en contra de Juan Sebastián Bach porque era del 1600. Uno tiene que respetar. Pero si me pongo a escribir como escribía Bach, sería un tonto, realmente. Hoy están Pierre Boulez, o Ligeti, o Stockhausen, o Penderecki, o tantos otros compositores. Hay una nueva manera de componer. El artista debe oír, pero no repetir. Yo no puedo olvidar las grandes orquestas de tango, como no puedo olvidar a Duke Ellington, que tocaba en los 20 en Nueva York. Yo jamás podré olvidar a George Gershwin, como jamás olvidaré a Aníbal Troilo. Pero no debo tocar de esa manera, porque todo ha cambiado”.

Cada músico, cada compositor, cada artista, tiene sus propias maneras de expresarse, que son más o menos homogéneas dentro de un marco estético determinado. Pero cada tanto adviene alguien que fuerza ese marco y lo hace evolucionar de una manera radical. Ástor Piazzolla fue un artista de esta clase. Cuenta la historia que cuando el futuro músico todavía era niño, conoció a Carlos Gardel en Manhattan. Corría 1934. A Gardel, el joven Ástor le cayó muy bien y recurrió a sus servicios para moverse en la ciudad, ya que el cantor no sabía hablar inglés. Al año siguiente Gardel invitó a Piazzolla a participar en la película El día que me quieras, como un joven vendedor de diarios. Fuera de las cámaras, Piazzolla le mostró que tocaba el bandoneón. Al parecer Gardel le dijo: “Vos vas a ser un grande, pibe, te lo digo yo. Pero el tango… lo tocás como gallego”. Ante lo cual Piazzolla confesó: “Es que al tango todavía no lo entiendo”.

Gardel remató aquel diálogo: “Cuando lo entiendas no lo vas a dejar, ya vas a ver”. Con el tiempo, sin embargo, Astor Piazzolla redoblaría la apuesta: en lugar de limitarse a entender aquel viejo tango, decidió jugarse e inventar uno completamente nuevo, hecho a su medida. Un Nuevo Tango que se convertió en patrimonio del mundo. Germán A. Serain

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