La foto principal de esta nota fue tomada a principios de 2018 en el fresco verano de Valparaíso, cuando Chile estaba de duelo por el reciente fallecimiento de Nicanor Parra, hermano de Violeta. El lugar es un conocido y acogedor café frente a la céntrica plaza Aníbal Pinto, donde los trolebuses se cruzan con turistas y transeúntes, y los artistas callejeros se suman a la bullanguería porteña, tal el gentilicio para los naturales de esta joya engastada entre mar, cerros y elevadores.
Pablo Neruda, pipa en mano, con un libro frente a sí, conversa con Gabriela Mistral, que parece escucharlo con atención. Mientras tanto, entre cuadros y un decorado belle epóque, los mozos recorren el lugar para llevar los pedidos a las mesas de adentro; y a las de afuera, para los comensales que prefieren la oferta gratuita de los artistas callejeros.
Ricardo Neftalí Reyes y Lucila Godoy Alcayaga -tales sus nombres reales- venían de infancias traumáticas. El padre de Lucila abandonó el seno familiar cuando ella tenía tres años; la madre de Ricardo murió de tuberculosis cuando él era un bebé recién nacido. Ricardo venía de la región del Maule, al sur de Santiago; Lucila nació en la región de Coquimbo, al norte de Santiago.
Ricardo y Lucila se conocieron en 1921. Él era un joven estudiante con aspiraciones de poeta; ella, directora del Liceo de Temuco. Él, que no llegaba a los veinte, ya sabía cuál sería su rumbo, y en el mismo año que Gabriela publicaba Desolación, en 1923, Pablo publicaba Crepusculario. A partir de ese encuentro en el sur chileno comenzó una bella amistad entre ellos, cultivada por correspondencia epistolar, que fue recopilada décadas más tarde por el escritor chileno Abraham Quezada en Cartas a Gabriela.
A partir de ahí, parecería que sus vidas adoptaron notables parecidos. Pablo y Gabriela incursionaron en la diplomacia; fueron docentes; y tienen el privilegio de haber sido los dos primeros escritores latinoamericanos en recibir el Nobel de Literatura, en 1945 y 1971, respectivamente. Pablo y Gabriela son tan emblemáticos del país trasandino que hasta hace no mucho se barajaron sus nombres para rebautizar al Aeropuerto Arturo Merino Benítez. Parece que no hubo acuerdo, y hasta ahora el aeropuerto ha retenido su nombre.
Neruda, además de ser dueño de una pluma vibrante y honda, amaba la bahía de Valparaíso. Si bien está enterrado en Isla Negra -junto con Matilde Urrutia, su última mujer- Neruda fue dueño de La Sebastiana, una magnífica y ecléctica construcción de cuatro pisos con altillo, cuyas ventanas todas dan al mar. Mistral, en cambio, murió lejos de Chile, no del lado del Pacífico sino en un hospital de New York, a consecuencia de un cáncer de páncreas.
No hay, parece, registro de que Pablo Neruda y Gabriela Mistral se hubieran cruzado en algún punto de sus vidas en Valparaíso. O quizás sí. Es posible que Gabriela se hubiese fatigado andando a pie por la empinadísima calle Ferrari, que lleva a La Sebastiana. Es probable que hubiese sonreído al verse reflejada en un gigantesco mural y leer un fragmento de un poema suyo, ahí en una esquina cerca de la casa de su gran amigo Pablo. O hubiesen tomado unos cafés juntos, en un bar cercano a la plaza Aníbal Pinto, absortos en la increíble magia de la Joya del Pacífico. Viviana Aubele
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