Ante cada regreso de Michael Tilson Thomas al escenario de la New World Symphony es imposible no pensar en el ave fénix. De hecho, MTT lo es y ovaciones inevitables se suceden antes de que la música comience. Esta oportunidad, su despedida de la temporada 2023-24 con la que cumplió gallardamente, reunió el repertorio francés con el ruso, con el que tiene afinidad poderosa y ancestral, gracias a tres compositores y extraordinarios orquestadores como Ravel, Tchaicovsky y Shostakovich.
Fue Jean Yves Thibaudet un solista excepcional y el Concierto en sol de Ravel llegó como riguroso divertimento así como bienvenida brisa de aire fresco entre las dos tragedias rusas que iniciaron y concluyeron la velada. Este concierto ha conocido soberbias interpretaciones, desde las legendarias de Benedetti-Michelangeli y Samson Francois hasta las modernas de Martha Argerich y Javier Perianes por nombrar sólo cuatro esenciales. Thibaudet brilla a la par de aquellos, afortunadamente a su manera bien francesa, haciendo honor a Ravel, con técnica impecable regaló una acabada lección de estilo. Vertiginoso desde el látigo inicial y sus bulliciosas alusiones urbanas y jazzísticas (fruto de la estancia americana del compositor en 1928), el pianista lionés -que lo interpreta desde los 11 años – dotó cada frase con el color exacto; elegante y detallado, equilibrado y expresivo, ágil pero nunca apurado, con precisión y lirismo a la vez. En sus manos, el famoso Adagio resultó un paseo delicioso, sin prisa y sin pausa. La orquesta, con inmaculadas intervenciones solistas, se ajustó espléndida en cada uno de los contrastantes movimientos gracias a un MTT en perfecta sintonía con el pianista.
Como acostumbra en sus últimas apariciones, Michael Tilson Thomas acompañó al solista de turno en el bis, ante el delirio de la audiencia; fue la Sonata a cuatro manos de Poulenc la que puso ambos artistas a jugar como niños desenfadados y felices. Para Tchaikovsky y luego Shostakovich, MTT se tomó su tiempo, pareció revisitar cada obra, desplegándolas despaciosamente como un niño que vuelve a sus cuentos favoritos, reencontrándose, deleitándose, quizás despidiéndose. De allí que la Obertura Romeo y Julieta llegó como narración creciente en intensidad, arrolladora en cuerdas poderosas y en la lacerante sonoridad de los metales. Una lectura diferente que mostró a un Tchaikovsky hondo, sin mella del toque espectacular que requiere, con aristas mas poéticas que versiones tradicionales, proveyendo universalidad a la tragedia del bardo.
En la segunda mitad del concierto, la última (15) sinfonía de Shostakovich, tan significativa como ardua de plasmar. Autobiográfica, ambigua, críptica, el compositor expresó “Ni yo mismo sé el porqué de las citas, pero aparecían y no pude evitarlas”. Convaleciente en un hospital, cerca de su ocaso, bien pudo estar describiendo al moribundo que ve desfilar la película de su vida, de allí las alusiones a otras músicas y la propia. En ese caleidoscopio fascina descubrir cómo se enlazan las repetidas referencias al Guillermo Tell rossiniano con ecos del “héroe” de Strauss, la Quinta de Mahler, Rachmaninov, el Egmont beethoveniano, el Cascanueces de Tchaikovsky, y sus cuarta, quinta y hasta séptima sinfonías.
Más amenazadora resulta la constante aparición del destino del Anillo wagneriano uniéndose magistralmente con Tristán e Isolda hasta diluirse en un aire ruso que no es otro que una canción de Glinka despidiéndose de la vida. Menos macabro, menos burlón, menos triunfalista que antes, y mas pesimista, cada movimiento cambia de temperamento en un alarde de volatilidad que exige al director bruscos cambios de timón, condición que Michael Tilson Thomas cumplió cabalmente, manteniendo la tensión sin fisuras. La orquesta respondió solvente y cada sección tuvo la oportunidad de lucimiento regalada por Shostakovich en su obsesivo afán igualitario, desde el cello pasando por flauta, y trombones a la celesta. El extraño final de la sinfonía muestra al compositor drenado de energía como orquesta que se extingue, una flauta solitaria recuerda al niño de 8 y medio de Fellini despidiéndose del circo de la vida mientras la celesta abre puertas al infinito. Transfigurado, el director pareció encarnar al protagonista de la obra. Luego del aplauso sostenido, al retirarse con andar cansino, su última mirada no fue para el público sino para esa orquesta, su mayor creación.
Una semana después, Stéphane Denève concluyó su primera temporada como exitoso sucesor de Michael Tilson Thomas con un desafiante programa alineado con su visión del futuro de la institución. Tres obras contemporáneas y un clásico del siglo XX que escandalizó en su estreno conformaron la extensa velada de despedida 2023-2024.
Quienes acudieron al concierto esperando de John Williams la mentada sucesión de melodías cinematográficas se llevaron tamaña sorpresa. El legendario compositor es un melodista nato, hoy una rareza, que parecería dar la espalda a ese don para demostrar inusitada seriedad académica como desafío a sí mismo y a la audiencia. Patrón que aplica a un divertimento como Just Down West Street… on the left jovial tributo a Tanglewood que la becaria Molly Turner dirigió con su acostumbrado fervor o al doliente Primer concierto para violín, de 1974 inspirado por la súbita muerte de su esposa Barbara.
Arduo e intrincado, exige todo de un solista virtuoso como James Ehnes capaz de hipnotizar al público con su batería de recursos a disposición de un concierto del que tanto él como Denève son entusiastas embajadores. Concierto que cumple medio siglo y que entronca con otro duelo, el de Alban Berg (A la memoria de un ángel por la niña Marion Gropius), así como con los de Bartok, Barber y su antecesor hollywoodense Korngold, ilustres eslabones de la tradición violinística del siglo pasado. Williams trasunta su dolor en cada solo del violín, desde los poéticos compases iniciales al adagio, núcleo emocional del concierto que -antecedido por una feroz cadenza- desemboca en un igualmente diabólico presto. Valgan felicitaciones para director, orquesta y eximio solista que generoso regaló dos bises memorables: la Sonata 3 de Eugene Ysaÿe que literalmente hizo suya, y el andante de la 2 de Bach, trascendente broche de oro a una fiesta del violín.
Con la presencia del compositor Guillaume Connesson en la sala tuvo lugar el estreno mundial de Les trois saisons encargada por la NWS, suerte de colorido preludio a La consagración de la primavera que le seguiría, basado en el mito de Demeter y su hija Perséfone (Stravinsky compuso su versión en 1934). De exquisito e innegable corte francés (léase Debussy y Ravel) anticipa la primavera stravinskiana con su gentil ilustración del verano, otoño e invierno con un guiño al Winterreise schubertiano. Así, la otrora chocante Consagración asomó indemee, luminosa, atávica y arrolladora; quizás equivalente musical del Guernica, no ha perdido un ápice de fiereza, aun perturbadora hoy resulta acogedora y familiar. Si hace ciento diez años, su primer director fue el francés Pierre Monteux, otro francés la revivió en la NWS aportando el toque de sensualidad y hechizo necesarios. Denève pareció jugar con cada integrante como un inspirado pintor con colores y pinceles, dando la pincelada justa, plasmando cada danza con ritmo contagioso y apasionada elegancia. Sin empastes inoportunos sino con vital transparencia llevó a un climax espectacular a una orquesta a punto al fin de una temporada que hace desear el fin del verano por un pronto y necesario reencuentro. Tal como si se tratara de un «antes» y un «después». Sebastian Spreng
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