L-GANTE, notable fenómeno de Berretópolis

Una espiral descendente que pregona marginalidad y adicciones aqueja a la cultura nacional 

Elian Valenzuela tiene veintiún años y es, nos guste o no, furor. Apodado L-Gante, al momento de la redacción de este artículo, su Facebook oficial registraba más de 560 mil seguidores y alrededor de 122 mil “me gusta”. Su Instagram ostenta más de 4 millones de seguidores; algo así como el diez por ciento de la población del país. El 13 de febrero pasado, dio un recital en Tecnópolis, institución emblema de “la lucha contra el neoliberalismo, que desarticula nuestra identidad común y atenta contra nuestra cultura colectiva”; así se define en la web oficial a este enorme predio mantenido, claro, con los impuestos de todos los ciudadanos, neoliberales, comunistas, apolíticos o lo que fuere.

L-Gante ha grabado varios singles (“sencillos”) en su corta carrera -iniciada alrededor de 2017-, ha sido objeto de admiración de muchos y blanco de críticas de otros tantos (recuérdese el episodio con la periodista Viviana Canosa). También ha tenido encontronazos con la justicia, y su madre manifestó preocupación por su adicción a la marihuana. Su producción versa sobre temas que podríamos situar en las antípodas de lo agradable o decente: Pistola, Dónde están los guachos, Malianteo, y otros. Y aunque nos parezca increíble, a Tecnópolis fueron unas 45 mil personas a verlo; más de la mitad de la capacidad del Estadio Monumental.

Sobre gustos, nada hay escrito. Lo que llama la atención es la popularidad y aceptación aluvional que L-Gante ha suscitado en la gente en un lapso tan breve, con una oferta que versa sobre marginalidad, que apela al lenguaje “tumbero”, que hace alusiones constantes a la marihuana, a la “cumbia pa’ los negros” y el “perreo”. Tan solo los títulos de sus temas hablan más que mil palabras. Por supuesto, tales cuestiones deben ser visibilizadas y todos como sociedad deberíamos reflexionar sobre estas, tanto como que deben ser atendidas diligentemente por el estado, que se supone debe velar por el bien de los ciudadanos.

Lo que no se entiende es esta manía permanente de romantizar tragedias como la marginalidad, la pobreza, la drogadicción, y encima hacerlas cuestiones de estado, pero no para provecho y mejoramiento de la sociedad en general, sino para todo lo contrario. Edgar Allan Poe, se sabe, era adicto al opio; Charles Baudelaire, al hachís; y Van Gogh y Mussorgsky eran alcohólicos. Pese a estos terribles contratiempos, estos artistas crearon arte, dejaron algo significativo para la humanidad, aun con finales trágicos y prematuros, que uno podría preguntarse qué más podrían habernos dejado si hubieran vivido, como se dice, “para ver a sus nietos”. Pero de ahí a que un estado se apropie de estas tragedias personales para convocar multitudes en aras de una cultura mal entendida y encima echando mano del erario público, es otra cosa.

Perpetuar la pobreza no es arte. Entronizar la drogadicción, tampoco. Ni tampoco lo es normalizar la marginalidad, la falta de trabajo y de oportunidades, el bajísimo nivel de educación y tantas otras cuestiones que deberían activar las banderas rojas que indican que una sociedad está enferma, y enferma de muerte. Tristán Bauer, titular del Ministerio de Cultura de la Nación, que elogió el “carisma extraordinario de este pibe” (sic), parece hacer la vista gorda a nuestro drama nacional, y no solo que su apoyo incondicional a esta subcultura se gesta desde las entrañas mismas del estado nacional, sino que ese mismo estado hace gala de una exclusión obscena cuando estos artistas denigran a quienes, según L-Gante y sus fans, no son “negros” o son “chetos”. Parece entonces que es válido bastardear manifestaciones culturales con siglos de tradición y solidez como la música académica -y utilizar el Teatro Colón para cualquier barrabasada-, pero se fomenta y se patrocina y se ensalza con fondos públicos la delincuencia, las adicciones, la vagancia y otros males. Si uno no entiende de qué se trata la esquizofrenia, puede venir a enterarse aquí, en la Argentina, en vivo y en directo.

Otra cosa que sorprende es todo este exacerbado culto a la fealdad. Y no estamos criticando las virtudes físicas de L-Gante, en absoluto. Nos referimos a toda una “estética” donde lo único que se escucha es una reiteración de términos por demás groseros, denigrantes, misóginos o, en el mejor de los casos, bizarros, donde la música muy lejos está de ser una “sucesión de sonidos modulados para recrear el oído”, según define el Diccionario de la Real Academia. Lo que se puede escuchar es una sucesión de sonidos, sí, pero la modulación y la recreación para el oído brillan por su ausencia. Fibonacci y otros cultores de la belleza lloran desconsoladamente.

¿En qué momento nuestro país empezó a producir música de dudosa calidad? Mucho se habla de esto en las redes, y los nostálgicos recuerdan con una pena infinita a verdaderos monstruos que nos han dejado, como Luis Alberto Spinetta o Gustavo Cerati, y ruegan que otros como Charly García puedan todavía dejar algo más. Esto, si nos referimos al rock nacional; ni qué hablar del folklore y del tango. Una cosa parece evidente: además del paupérrimo nivel educativo, en las escuelas públicas la educación musical es poca. En cambio, en muchísimos países, es una de las prioridades.

En Argentina las falencias en este sentido vienen de arrastre y desde hace décadas. Hay que ir a instituciones especializadas, o a maestros particulares, para aprender a tocar mínimamente bien un instrumento. Salvo alguna que otra excepción, la formación musical en las escuelas no es prioridad, sino que parece ser un agregado molesto.  ¿Será que la ausencia de formación musical, entre otras cosas, tiene algo que ver con este estado de cosas? ¿Cuál es el tope de esta espiral descendente que viene aquejando a la cultura nacional? ¿La cultura berreta tendrá, finalmente, un  anhelado ocaso? Viviana Aubele

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