JESSYE NORMAN, 1945-2019

La soberana rara avis de las cantantes líricas partió el último día de septiembre

Dialogues des Carmu00e9lites: Jessye Norman

Es inevitable. Sin querer, sin que lo sepan, algunos artistas acaban enlazándose subrepticia e intrincadamente en nuestras vidas sin que nosotros tampoco queramos. Sucede, punto. Por eso, comentar la desaparición de Jessye Norman va más allá del mero listado de logros que implica el obituario de turno, porque aquella tarde dominguera de principios del 70, Norman me abrió una puerta que nunca mas se cerró, la de la canción de cámara.

Un feliz llamado me alertó, literalmente me conminó – «deja chiquita a Schwarzkopf» – a asistir al recital de esta desconocida debutante en el Teatro Colón, auspiciado por el Departamento de Estado americano. Venía de triunfar en Europa, pocos lo sabían. Y éramos pocos en la inmensidad del teatro.

Aquella voz tan colosal como su presencia -sus detractores la llamaban «just enormous» y lo era en todo sentido- nos paseó por Beethoven, Schubert, Schumann, Ravel, Poulenc, un Satie tan inesperado como delicioso y un estremecedor manojo de spirituals a capella que no dejaron ojo seco. Jessye Norman tenía un instrumento de suntuosidad y opulencia avasalladora, capaz de aligerarse hasta el susurro mas liviano. Eran Schwarzkopf, Baker, Crespin y Mahalia Jackson en una.

Sus visitas porteñas no estuvieron exentas de anécdotas risueñas; años después en el Teatro Coliseo un gato se apareció en el escenario, que la cantante (alérgica) abandonó furiosa. Pero fue más furiosa aún en el segundo recital cuando un conocido habitué quiso grabarla secretamente con un entonces novedoso «minicassette» que no sabía manejar; el desdichado apretó la tecla equivocada y mientras la diva cantaba comenzó a oírsela en la canción previa. Convertida en Medea lo señalaba y él, desesperado, no sabía como detener su patética pirateada.

Años después asistí a sus gloriosas Cuatro últimas canciones en la Philharmonie de la todavía cercada Berlin. La voz inmensa parecía levantar vuelo en Beim Schlafengehen  para cruzar al otro lado y brindar inolvidables recitales en Miami traída por la infatigable Judy Drucker. En 2013 vino por última vez a engalanar con su presencia el Festival John Cage en la NWS.

Atípica absoluta, fue la más «rara avis» entre las cantantes, ni mezzo, ni soprano, los expertos dirán «soprano falcon», una combinación formidable de culturas, inteligencia, disciplina y medios naturales. No sucedería a Leontyne Price como originalmente se pensó, sus pocas Aídas no la hallaban cómoda en esa tesitura tan aguda. Jessye Norman, astuta, huía de todo encasillamiento, su mundo era el alemán y el francés, dos culturas que enloquecieron con ella, que la consagraron e idolatraron desde su debut berlinés en 1969 como la Elisabeth de Tannhäuser, seguido por triunfos en Londres, La Scala y Viena.

Llegó al Met recién en 1983. Fue una jugada magistral que respondía a la arquitectura de una carrera meticulosamente planeada. Arribó para el centenario del teatro como Casandra en Los troyanos, y la tarde del 18 de febrero de 1984 fue Casandra y Didon, su apoteosis absoluta. Acertadísimo, un crítico la definió «lava líquida».

Se sucedieron Ariadne, Sieglinde, Kundry, Jocasta, Judith, Elisabeth, la mujer de Erwartung, Madame Lidoine y Emilia Marty, un repertorio a su medida, tan atípico como ella. De Rameau, Handel y Mozart a las Gurreliederde Schoenberg, Chausson y Cole Porter; de Dido y Phaedra pasando por Elsa, la Leonora beethoveniana y Penélope de Fauré hasta sofisticadas Salomé y Carmen. Norman interpretaba a su medida y con tiempos lentísimos que llegaron a intimidar a grandes directores y, dicho sea de paso, a unos cuantos periodistas y críticos desorientados -cuando no airados- con su impredecible temperamento.

Muti, Abbado, Colin Davis, Mehta, Tennstedt, Levine, Ozawa, Barenboim, Boulez y Karajan cedieron ante su hechizo. Cantando spirituals para Marian Anderson en Carnegie Hall junto a Kathleen Battle, America en la inauguración presidencial de Clinton, Amazing Grace en el concierto para la liberación de Mandela o «a la Delacroix»en La marsellesa para el bicentenario de la revolución francesa, Jessye Norman encarnó los mas elevados ideales.

Dueña de una voz instantáneamente reconocible, la última década del siglo XX fue «suya»; inteligencia y sensibilidad aunadas, grandiosa e íntima a la vez. Su tierna majestad se adueñó de un repertorio exquisito que logró popularizar. Su voz de rico esmalte y terciopelo profundo semejaba una pirámide asentada en la madre Tierra que ella supo simbolizar; en palabras del gran barítono Thomas Quasthoff «todo su cuerpo se convertía en su instrumento».

Así Jessye Norman llegó a construir un personaje único, un fenómeno estético, un ente artístico que se disputaban directores como Robert Wilson o Julie Taymor posibilitándole crecer escénicamente, o que Irving Penn, David Seidner, Yousuf Karsh o Annie Leibovitz se disputaban retratar. Había trascendido credos y razas, era un ícono americano. Una criatura universal.

Con el nuevo siglo empezó su declinación. Las incipientes afectaciones de antaño se volvieron excesivas, cedió al fastidioso artificio que siempre estuvo latente y el personaje se fagocitó a la cantante que nunca llegó a cantar completa su anhelada Isolda, proyectada con Solti, que fue cancelada. Sólo queda un segundo acto en Boston y tantas, magníficas Liebestod. Justamente, la cantante se definía como «…tratando de obtener el balance del que hablara Richard Strauss refiriéndose a Tristan und Isolde, se necesitaba una cabeza tan fría para poder plasmar y contener tanto fuego». Ni Isolda, ni Dalila, ni una hipotética Mariscala que hubiera quebrado lanzas.

Jessye Norman nació un septiembre y, fiel a su estilo perfeccionista, murió el último día de ese mes, curiosa coincidencia con la primera de las cuatro últimas canciones straussianas que interpretó como nadie, quizás mejor que la modélica Schwarzkopf, mas cercana a Flagstad que las estrenó.

En estos cuarenta y cinco años «con Jessye», ella nunca supo cómo aquella tarde colonera me abrió un universo incomparable, imposible de agradecer con palabras así como dejar de recordarla emocionada, dando la mano desde el escenario a los pocos privilegiados que habiamos asistido a su debut porteño. Entonces, ante el reclamo por personajes futuros, decía jocosa «Al único que tendré que rendir cuentas por no cantar las Leonoras verdianas será a San Pedro». Sebastian Spreng

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