Parte I: Las distancias de la música
La música es un arte. Y quien la realiza, un artista. Pero hay diferentes grados de distancia entre el artista y su arte. Así, por ejemplo, un músico puede escribir una obra que, sin embargo, jamás llegue a ser interpretada. Grandes compositores como Franz Schubert, por ejemplo, escribieron sinfonías, y fallecieron sin haber podido comprobar jamás cómo sonaban esas notas plasmadas sobre un papel. Y es que pagarle a los músicos de una orquesta sinfónica para estrenar una obra, tanto entonces como ahora, no era una empresa sencilla.
Entonces se comprende mejor el decir de Heiddeger, cuando asegura que los cuartetos de Beethoven, guardados en un anaquel, no difieren mucho de una bolsa de papas almacenada en una bodega. La música no es música sino hasta el momento en que se la interpreta. Y solamente durante ese brevísimo tiempo. Hay entonces una diferencia entre la música que se escribe y la que se toca, aunque en ambos casos utilicemos una misma palabra para abarcar ambas experiencias como si fuesen lo mismo.
A diferencia del compositor, el instrumentista tiene un contacto mucho más directo con el arte musical. Más allá de que nada pueda hacer, en principio, de no haber mediado antes un trabajo de composición. Por supuesto, una misma persona puede cubrir ambos roles, incluso de manera simultánea, como se daría en el caso del músico que improvisa. Finalmente, improvisar no es otra cosa que componer música en tiempo real.
Ahora bien, los instrumentos musicales poseen también diferentes grados de distancia en relación a los intérpretes. Podría decirse que el canto supone un grado de distancia cero entre el cantante y su instrumento, dado que este no es sino su propio cuerpo. Es allí donde se produce la emisión del sonido y sus diferentes matices. En otros casos, esta emisión depende ya de un elemento integrado sin duda al músico, pero diferente de su cuerpo, ya sea que el instrumentista pulse una cuerda, sople a través de un tubo o golpee un parche.
Pero una cuerda puede ser accionada directamente con los dedos, con un plectro, a través de un arco o pulsando una tecla, como en el caso del piano. Cada uno de estos casos marca una distancia diferente entre el músico y el sonido que se emite. Así y todo, el instrumento siempre reacciona en función de una relación íntima y cercana con el instrumentista. Es así tanto en los instrumentos acústicos como en los eléctricos. Pero en un instrumento eléctrico la distancia es mayor, pues la emisión del sonido está mediada por una instancia adicional, que está dada por el sistema de amplificación. Ya no es la cuerda al vibrar, ni el parche, ni la columna de aire al moverse lo que escuchamos, sino el resultado de un complejo proceso eléctrico que termina en la membrana de un parlante.
En algunos ámbitos, este hecho es visto como una frontera importante. En una sala de conciertos donde se interprete habitualmente música clásica, la mera presencia de un amplificador o un parlante resulta por lo menos sospechosa. Es que evidentemente no es lo mismo, en términos de distancia respecto de la fuente emisora del sonido, el caso de una orquesta puesto en relación con un grupo de músicos tocando delante de una montaña de aparatos en los que predominan las perillas y los cables, además de algunas pantallas.
Y sin embargo ¿por qué debería extrañarnos tanto? Finalmente vivimos en una época en la que ya no es posible separar al hombre de las máquinas que crea y utiliza. De hecho, nuestra forma de vida nos hace dependientes de nuestras máquinas, al punto que la vida sin ellas nos resulta casi inconcebible. De alguna manera los seres humanos nos hemos convertido en una raza de cyborgs, organismos biológicos y cibernéticos a un mismo tiempo, inseparables de las máquinas con las cuales convivimos.
Parte II: La humanidad y sus límites
De un tiempo a esta parte se viene hablando de la inteligencia artificial. Es verdad que una computadora es incapaz de procesar sentimientos, pero ya existen sistemas cibernéticos capaces de reprogramarse sin asistencia humana, y no falta mucho para que sea posible emular artificialmente buena parte de las funciones propias del cerebro humano. Hasta podríamos estar tentados de preguntarnos si acaso no somos testigos del surgimiento de una nueva forma de vida.
Ahora bien, la pregunta que nos hacemos en este punto es la siguiente: ¿podría una computadora llegar a generar arte? No nos juguemos a contestar de manera precipitada, pues es posible que la respuesta sea negativa y afirmativa al mismo tiempo. Pero anticipemos que el arte es un camino de doble vía, pues hay arte en el acto de la creación, tanto como lo hay también en el momento en que alguien se conmociona con lo creado.
Existen antecedentes. A mediados de la década de 1960, un programador islandés llamado Jóhann Gunnarsson, quien además era músico, trabajaba en IBM como ingeniero de mantenimiento sobre una computadora comercial temprana conocida como 1401 Data Processing System. Como este aparato emitía ondas electromagnéticas, Gunnarsson ideó un programa a través del cual la máquina emitía un patrón que al ser captado por un receptor de radio se convertía en música. Por supuesto, la computadora no hacía música, pero aun diseñada para otros fines, mediante una programación específica era posible reproducir melodías simples. El equipo de programadores se divertía afirmando que a la IBM 1401 le habían enseñado a cantar, por más que ello no fuese cierto.
Poco más de medio siglo más tarde, el músico francés Jean-Michel Jarre trabajó en el desarrollo de una aplicación informática llamada EōN, que fue presentada a fines de 2019. El propósito de este programa es la producción automática y continua de un ciclo musical infinito. Por asombroso que pueda parecer, el sistema es capaz de generar una secuencia musical constantemente variable e ilimitada, que no repita nunca un mismo segmento, lo cual también aplica a la presentación audiovisual que se ofrece en la pantalla del usuario. En otras palabras, lo que escuche y observe el usuario de EōN en su dispositivo –smartphone, tablet, computadora o televisor-, no volverá a repetirse nunca más, acercando de este modo la experiencia audiovisual al concepto del arte efímero.
Inteligencia artificial. Lo que hace esta aplicación es posible gracias a un avanzado programa de composición algorítmica, combinado con un software que contempla la posibilidad de un desarrollo evolutivo. El proceso parte de una serie de elementos preliminares aportados por Jarre, concebidos especialmente para el proyecto. Cada vez que se inicia la aplicación, ésta organiza las melodías, armonías y ritmos provistos, según determinadas reglas, utilizando un algoritmo que estructura todo eso de manera diferente cada vez, para que nunca se reitere la misma secuencia, con lo cual cada reproducción se convierte en una ejecución única.
La reproducción de esta música continua, evolutiva e infinita, es acompañada por unas gráficas dinámicas que se presentan en la pantalla del dispositivo que se utilice. En este caso la responsabilidad recae sobre Alexis André, integrante de Sony Computer Science Laboratories, pero el proceso informático es básicamente el mismo. El concepto visual para las gráficas de EōN también fue desarrollado por Jarre, con el objetivo de crear una experiencia audiovisual coherente. También en este caso, cada patrón visual es único, y evoluciona de manera constante y sin fin.
La aplicación EōN debe su nombre al antiguo dios griego del tiempo y la eternidad. Esto define para Jarre la esencia del proyecto: una creación musical y visual infinita. “El tiempo representado por EōN es ilimitado y le ofrece a cada individuo una experiencia única: en cada dispositivo, cada vez que se lance la aplicación, el usuario escuchará y verá una orquestación única, en constante evolución de la música y las imágenes. EŌN es una obra de arte, orgánica e interminable, que existirá y crecerá por siempre en el espacio-tiempo singular de cada persona”.
Volvamos entonces a la cuestión del arte. ¿Cuál es la distancia, en este caso, que media entre el creador y lo creado? Hay una programación realizada por una persona, sin duda. Hay también un criterio estético de base, y elementos musicales generados por un ser humano, que hacen las veces de los ladrillos, sin los cuales toda esta construcción no sería posible. Pero luego el proceso continúa, de manera ilimitada, ya por fuera del control de cualquier persona. Podríamos hasta jugar un poco con las palabras y llegar a decir que la aplicación finalmente aprende a componer por su cuenta, recordando además todas las combinaciones que van teniendo lugar, para no repetirlas.
En cierto modo estamos ante la expresión más acabada de la idea de una industria cultural, enmarcada además en un automatismo absoluto. Señalamos antes una relación con el arte efímero, dado que si bien la música permanece a lo largo del tiempo, cada patrón que tiene lugar se desvanece en el momento para no volver a reiterarse nunca más. El concepto de obra, por lo tanto, no es aplicable en este caso. Podríamos vincular también esta experiencia con el arte aleatorio. Pero en cualquier caso los límites son difusos. ¿Cuál es el grado de autonomía que tiene un software como EōN, que una vez puesto en marcha seguirá generando músicas fugaces de manera constante e ilimitada?
Curiosamente, así como Schubert se fue de este mundo sin poder escuchar sus sinfonías, también Jarre partirá sin haber podido escuchar la totalidad de la música creada a partir de EōN. Pero en el caso de Schubert se trató de una cuestión fortuita, de índole económica, pues las sinfonías en cuestión estaban allí, listas para ser interpretadas. Tratándose de EōN, en cambio, los límites de la obra se ubican más allá del marco de lo humano, pues resulta inabarcable.
Finalmente, hay que decir que EōN genera música, pero carece de una conciencia que establezca un contacto con ella. Jarre ha relegado en la máquina el control, y biológicamente está impedido de abarcar la obra infinita que ha ideado. Por decirlo de algún modo, Jarre ha creado el instrumento que es EōN. Pero la música es creada por EōN, ya más allá de Jarre, pero de manera automática, sin que medie ningún criterio subjetivo. ¿Existe arte en ausencia de un artista provisto de conciencia, emoción o voluntad?
Como señalamos antes, el arte es un camino de dos vías. EōN no es un artista, sino apenas un artilugio informático. Definitivamente no hay arte en su producción automatizada. Pero hagámosle escuchar a cualquier desprevenido la música creada por EōN. Que hoy suena a Jean-Michel Jarre, pero mañana podrá sonar como nuevas canciones de Los Beatles, o como nuevas sonatas de Mozart, o como cualquier música que pueda ser traducida a una serie de algoritmos y un patrón. Si ese sujeto desprevenido se emociona, creyendo que detrás de esas músicas hay una sensibilidad humana, será muy difícil asegurar que allí no tuvo lugar alguna de las muchas formas del arte. Por mucho que esta idea nos asuste. Germán A. Serain
P.S.: Me comenta alguien en privado que a su entender, sin corazón no hay arte, sino solo una mera combinación de sonidos. El comentario -con el cual coincido- me parece valioso, por eso lo dejo asentado. Pero subsiste la pregunta de qué sucede si el oyente desconoce si del otro lado hay o no en efecto un corazón. Por supuesto, todo esto no es más que un simulacro; pero cuando el simulacro es demasiado perfecto, la confusión es comprensible y hasta inevitable. De hecho ese es el efecto que se persigue. El límite será preguntarnos si acaso no será como sugería el novelista Philip K. Dick, que los androides acaso sueñen con ovejas eléctricas… o con algo parecido al arte. Por el momento nos permitimos dudarlo. Por el momento.