La obra osa entrelazar la era victoriana en alguna remota locación del vasto continente africano con Londres de 1979, conquistando el tiempo, forzándolo a efectuar en tan sólo 25 años el pasaje entre un período y otro. Si se presenta como ilusorio por la transición de las formas, a la vez se encarna como real por las inquietudes compartidas entre los personajes coexistentes –algunos, un poco más crecidos, continúan siendo los mismos- en ambas épocas. Casi 40 años después y en la capital de Estados Unidos de América, nuevamente han cambiado las formas –los más de 200 espectadores llevamos un smartphone en nuestros bolsillos-, pero esos temores y deseos permanecen vigentes.
El primer acto comienza con una presentación de los personajes para narrar lo que será evidente, sin aportarle a la dinámica obra mas que minutos adicionales. Quizá es ese efecto al que conscientemente ha decidido apostar su director Michael Kahn, evaluando que la baja expectativa inicial irá incrementándose a medida que transcurran las dos horas y media de función. Kahn se ha mimetizado con la pieza de Caryl Churchill, caracterizada por la subversión en su sentido más puro, travistiendo a los actores. Pero esta alteración del orden establecido no es solo en el género, sino que se manifiesta, por ejemplo, con la elección de un criado blanco en pleno colonialismo británico.
La inventiva de Churchill sigue desplegándose en el segundo acto donde se sigue tejiendo la hibridación de la sociedad victoriana -permeada por el no tan contenido deseo de experimentar y vivir la sexualidad plena– que ha cambiado sus formas, pero también su esencia. Ese pacato régimen se muda a la capital británica, donde los movimientos feministas y de liberación sexual cobraban cada vez mayor preponderancia hacia fines de los años ‘70. Los modos de vivir la sexualidad quedan bien demarcadas por el pudor contenido en un jardín privado y la desfachatez esparcida en un parque público.
Los siete actores gozan de gran versatilidad y capacidad interpretativa, sabiendo sobrellevar la tensión (sexual) que destila a lo largo de toda la obra. Se destaca la actuación de John Scherer, quien con un gran histrionismo explota el potencial de dos personajes que bien podrían situarse en las antípodas: Clive, un patriarca que imparte la justicia al interior del hogar, y Edward, un jardinero de 50 años que vive libremente su sexualidad. Siendo homosexual descubre su atracción por el cuerpo femenino, llevándolo a cuestionarse a sí mismo si en realidad él no es lesbiana.
Si se apuesta por su despliegue escenográfico, a cargo de Luciana Stecconi, sin duda, esta no es la obra. Prácticamente despojada de elementos y con una insultante simpleza, hay una carente apropiación del espacio y una desinteresada motivación por apelar a la creatividad y la innovación. Sin embargo, esto se ve sopesado por el vestuario de Frank Labovitz que, fiel a cada una de las épocas de la trama narrativa, aprovecha las gamas de colores, texturas y patrones para causar un atractivo impacto.
En definitiva, son los actores quienes impulsan esta obra al relucir el brillo contenido en la esencia de los personajes, pero también su vestuario, nuevamente apelando a las formas. Martín Quiroga Barrera Oro
Se dio hasta 16 octubre 2016
Studio Theatre
1501 14th St NW
Washington DC, USA
studiotheatre.org
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