Durante el siglo XVII, el príncipe elector Johann Georg II de Sajonia dio a las artes un impulso fenomenal. Responsable de la construcción del primer teatro de ópera de la ciudad de Dresde, el elector demostraba una pasión por la música mayor que su apego a la política. En su corte recibió a músicos extranjeros, y entre estos algunos castrati: uno de ellos fue Bartolomeo Sorlisi (1632-1672).
La imposibilidad de procrear con que cargaban estos castrati fue el motivo por el que tuvieran vedado el matrimonio, cuyos fines eran reproductivos y no recreativos, y en general llegaban a su edad madura en la más completa y melancólica soledad, sin hijos ni nietos a quienes pasar su fortuna y con quienes solazarse en la vejez. Aunque adorados en los escenarios, su condición casi andrógina los colocaba al borde de la sociedad, ocupando un lugar harto ambivalente. Bartolomeo Sorlisi era consciente de esta realidad, y su relación amorosa con una joven alemana se convirtió en una misión casi imposible.
Sorlisi abandonó su Italia natal en busca de otros horizontes, y a mediados del siglo XVII se trasladó a Dresde para prestar servicios en la corte de Johann Georg II. Como cualquier otro castrato que acariciara el éxito, Sorlisi acumuló fortuna y títulos nobiliarios, y Johann Georg le sugirió adquirir un hogar en Sajonia donde pasar sus días una vez cumplida su labor en la corte. Para dirimir las cuestiones legales de tal operación, Sorlisi se procuró los servicios del abogado Moritz Junghanns y comenzó a frecuentar la casa del letrado.
Pronto, Bartolomeo Sorlisi se enamoró de Dorothea Lichtwer, hija adoptiva del matrimonio Junghanns. Y ella, de él. No obstante, pese al aprecio que Sorlisi gozaba de parte de sus potenciales suegros, estos sabían perfectamente las consecuencias que podría acarrear un matrimonio de esta naturaleza. Huelga decir que Sorlisi no podría fecundar a Dorothea, y tal unión sería la comidilla de toda Sajonia.
Las consultas a los teólogos y pastores luteranos fueron tanto de Junghanns como del propio Sorlisi. Aunque reticentes a dar luz verde a las aspiraciones del castrato, los eclesiásticos tampoco hallaban impedimento bíblico alguno, ya que las Sagradas Escrituras no dan una declaración contundente por la que un castrato no podría casarse y así tener una vida marital normal por más que no hubiera prole. El matrimonio Junghanns tenía en alta estima a su potencial yerno, pero temían que ese enlace fuera más un dolor de cabeza para su hija que otra cosa. Dorothea y su enamorado, por su parte, no querían saber nada de vivir el resto de sus vidas separados, y entonces Junghanns padre -abogado él- redactó un contrato prenupcial. Los novios ahora estaban comprometidos.
Nadie contaba con la astucia de Bartolomeo Sorlisi ni imaginaría que este varón emasculado mantendría una hidalguía y tenacidad dignas de cualquier hombre “completo”. Sorlisi, entonces, se hizo pasar por un noble luterano y se presentó delante del consistorio de Leipzig. Sorlisi consultó a ese tribunal eclesiástico si habría algún impedimento para que “Titius”, un supuesto aristócrata que perdió su capacidad reproductiva en combate, podría casarse con “Lucretia”, siendo que ambos se amaban intensamente y que existía un compromiso matrimonial (al igual que con Sorlisi y Dorothea). El tribunal se expidió favorablemente.
No obstante, los Junghanns, todavía temerosos, dilataban la boda. Tiempo atrás Sorlisi se había entrevistado con un religioso de apellido Weller quien había aprobado la unión. Volvió a visitar a Weller, solo para hallar que este último había fallecido y que su reemplazo, un tal pastor Geier, no solo detestaba a los católicos y la música italiana (por extensión, a los castrati), sino que su “no” fue rotundo, aunque le sugirió que fuera a consultarle al elector, ya que sus decisiones tenían fuerza de ley. Johann Georg aprobó la unión, autorizó al pastor Matthias Kühn a celebrar la boda, y además le prometió su protección al pastor.
Los novios disfrutaron de una boda íntima en la residencia de Sorlisi y con la bendición de Kühn. Pero para ese entonces toda Sajonia estaba al tanto del asunto, y las nuevas de la decisión del elector llegaron al consistorio de Dresde, que lamentó que Johann Georg hubiera omitido consultarles con antelación. Los dolores de cabeza tan temidos por los Junghanns no tardaron en materializarse, ya que a la muchacha le prohibieron confesarse y comulgar. Siguieron las polémicas, siguieron las habladurías y Geier siguió con sus estratagemas para convencer a Johann Georg que anulara la boda, y aunque este último había emitido una resolución con fuerza de ley para que se dejara en paz a los amantes, los tires y aflojes continuaron. Junghanns volvió a realizar consultas a tres facultades teológicas, dos de las cuales avalaron el matrimonio y resaltaron la cualidad de ayuda mutua del matrimonio.
Para entonces, Dorothea Lichtwer y Bartolomeo Sorlisi habían pasado ya su primer aniversario de casados. Una historia de amor de esas que no suelen aparecer en Hollywood y que habla de la integridad de una persona cuya misma condición perpetrada por mano ajena la dejaba -a ojos de la sociedad de turno- en un lugar endeble e incómodo. También dice mucho del aprecio que sus suegros sentían por el esposo de su hija, y de cómo debe haber cuidado de su esposa, pues ella heredó su fortuna pocos años después. Sorlisi, seguramente agobiado por tanta penuria, falleció en 1672, apenas cinco años después de la accidentada boda. Viviana Aubele
Comentarios