Afortunadamente había un vidrio de protección. Quizás el hecho de que se trata de la obra de mayor reconocimiento a nivel mundial de Vincent van Gogh (1853-1890) logró que, con muy buen tino, se protegiera al lienzo que sirve de sostén a los óleos que conforman Los girasoles. ¿Protegerlo de qué o de quiénes? Del ataque de dos activistas climáticas que sostienen que, mientras que la obra del neerlandés sí está a buen resguardo, el medio ambiente no lo está. El video del ataque perpetrado en la National Gallery la semana pasada por estas dos mujeres que lucían remeras con la leyenda «Just stop oil» (Ya basta de petróleo) generó indignación y, por supuesto preocupación. Es que de un tiempo a esta parte, la dictadura del activismo se ha convertido en la regla más que en la excepción.
La protesta de estas mujeres que no pasan los veintitantos pretende concientizar al resto de la sociedad del desamparo que nuestro planeta sufre a manos de intereses creados, a causa del uso desmedido de los recursos fósiles. Un reclamo que sería válido; después de todo, ¿quién negaría que los seres humanos utilizamos indebidamente los recursos naturales, que deberíamos hacer algo para frenar los desmontes o, si ya la “macana” está hecha, ver cómo revertir o subsanar de la mejor manera posible? Nadie con dos dedos de frente se atrevería a decir algo en contrario.
El problema es cuando el reclamo vira a otra cosa más turbia. En los últimos tiempos los mensajes virulentos de los sectores más radicalizados han arreciado, al punto tal que, en una de las recientes exposiciones rurales de Palermo, los mismos gauchos sacaron a rebencazos a un grupo de veganistas con poco sentido de ubicación que irrumpieron en el predio con sendos carteles. Y no es que quienes creen que comer carne es nocivo no tengan, quizás, algo de razón. El punto es que, como en todas estas protestas de activistas a las que nos han venido malacostumbrando en los últimos años, no se trata de un inocente e inocuo reclamo, sino que se pretende ir contra el libre albedrío. En definitiva, ir en contra de la esencia misma del ser humano.
En este portal se ha citado varias veces a George Orwell y sus novelas más emblemáticas y que, acaso, reflejan mejor el mundo en que vivimos hoy, incluso a más de setenta años del fallecimiento del escritor británico. Pero bien vale la pena recordar un pasaje de Rebelión en la granja, donde las ovejas balan “Cuatro patas bueno, dos patas malo”, o “Cuatro patas bueno, dos patas mejor” según corren los vientos ideológicos de la clase dominante de los cerdos. Las ovejas, dice Orwell, no eran de los animales más inteligentes; pero sí eran dóciles, manipulables, y útiles a los propósitos del siniestro Napoleón (el cerdo jefe) y sus secuaces. En definitiva, idiotas útiles. ¿No llama la atención, entonces, que justamente sean los miembros de las generaciones más jóvenes quienes se han puesto la camiseta del veganismo?
¿Por qué, de repente, muchos hacen de la ideología de género, del movimiento abortista, de la manipulación de la lengua en aras de una pseudo-inclusión, de un mal entendido ambientalismo una bandera de fanatismo? ¿Sabrán estas incautas mujeres que el producto que una de ellas utilizó para cambiar el color de su cabello posiblemente tenga algún derivado del petróleo? Y si utilizó tintes naturales, de todos modos apeló a un recurso natural para un fin que no justifica tamaño derroche: nadie, hasta donde se sepa, corre peligro de vida si no se tiñe el cabello. Por otra parte, el hecho de arrojar sopa a la obra de Van Gogh es una incoherencia respecto de lo que ellas mismas denunciaron al vandalizar el cuadro, cuando no una falta de respeto a los millones de seres humanos que a diario padecen hambre. ¿Qué sentido tiene desperdiciar un alimento, aunque fuere una simple lata de sopa, cuando el sitio web bancodealimentos.org.ar señala que en el mundo más del 10% de la población mundial vive con hambre?
Una rápida mirada al sitio web de la ONG Just Stop Oil permite ver que el modus operandi es el mismo: arrojar sopa, bloquear calles, exigir que se cumplan sus demandas. Pero no queda claro qué es lo que proponen, o qué piensan hacer, para reemplazar el (mal que les pese) tan necesario combustible fósil para la vida moderna. Una vida que sería imposible para todos, incluso para estos mismos activistas en caso de que el mundo se inclinara a sus peticiones, a estos mismos activistas que para hacer oír sus reclamos se valen de los frutos obtenidos a partir de la Revolución Industrial que ellos mismos defenestran. Podríamos preguntarnos: ¿por qué, justamente, Los girasoles? Lo primero que llama la atención es que atacaron una representación de una planta cuya semilla sirve para dar alimento a esas personas por las que ellas mismas dicen abogar. Lo otro de las (tantas) cuestiones que llaman la atención es que no bien perpetrado el acto, ambas se adhirieron (con pegamento) a los costados del cuadro. De nuevo: ¿sabrán que el pegamento contiene derivados del petróleo y, en caso de que sea de origen vegetal, que echaron mano de un recurso no renovable para una fantochada?
“¿Qué vale más: el arte, o la comida?” preguntaba una de las activistas. ¿Es necesario generar una grieta más? Ninguno de los dos es prescindible. Menoscabar la utilidad del arte hoy día es tan ridículo como desestimar el impacto que un espectáculo deportivo tenga en la población. Y, ya con el Mundial de Qatar en ciernes, ni qué hablar del impacto de un deporte como el fútbol en la economía mundial.
El absurdo al que pretenden someternos estos grupos activistas no tiene parangón. Y, en el medio, la cultura, ese bien tan intangible como necesario, sufre sin comerla ni beberla. La batalla cultural, como bien la ha definido Agustín Laje, está en marcha. Y por más que ellas no quieran verlo, estas mujeres distan de ser agentes de la solución, sino que son parte y cómplices del problema. Viviana Aubele
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