Antes de ir a fondo con los late bloomers, recordemos que en los primeros capítulos del libro del Génesis, leemos sobre la asombrosa longevidad de Adán y sus descendientes. Andando en el tiempo, notamos que el patriarca Jacob contaba con 130 años cuando se reencontró en Egipto con su hijo predilecto, José. Sin ir más lejos, sus abuelos paternos habían engendrado a su padre Isaac ya de muy mayores. Por alguna razón, el rango de vida de los humanos se fue acortando, y nos asombra enterarnos de que Frederic Chopin murió antes de llegar a los cuarenta. Lo mismo Franz Schubert o Mozart. Y Friedrich Nietzsche no llegó a los sesenta. Hay también casos extremos: Kurt Cobain, Amy Winehouse y Cameron Boyce no llegaron a los treinta.
El anhelo de inmortalidad es inherente al ser humano. No es para menos: Dios ha puesto eternidad en el corazón de los hombres, dice el Eclesiastés. Con todo, el don de la longevidad existe y parece ser propiedad de la población okinawense, donde el promedio de vida supera los ochenta años en ambos sexos. Okinawa tiene el raro privilegio de contar con más habitantes centenarios que ningún otro lugar en el mundo. Tanto es así, que en el dialecto okinawense no existen términos tales como “jubilación” o “retiro”. En un mundo donde las empresas prefieren contratar menores de treinta y cinco, donde las celebridades acuden al bisturí en vez de envejecer dignamente, y donde el destrato a los adultos mayores parece ser moneda corriente, la idea de que la vida no se acaba cuando nos llega el primer cobro de la jubilación es un renuevo para el alma. Y en esta línea se inscribe el fenómeno de los late bloomers.
Este término en inglés, que no tiene equivalente exacto en español, se aplica a quienes descubren su potencial una vez traspasado el umbral de la madurez, y lo desarrollan con un grado de plenitud admirable. Da la idea de un florecimiento tardío, cuyo efecto en la naturaleza es tan beneficioso como el las plantas que florecen a su tiempo: no solo embellecen el paisaje cualquiera sea la estación del año, sino que también alimentan a la fauna silvestre que se prepara para las migraciones o para los fríos inviernos, y también para los insectos a los que atraen.
Aristóteles se sirvió de la naturaleza misma para realizar sus observaciones y desarrollar su sistema de pensamiento. El Estagirita estaba cerca de la cincuentena cuando dirigió su escuela propia, conocida como Liceo; en términos de producción, fue más fecundo que Platón, su maestro. En este portal ya se habló de Minna Keal, una profesora de piano británica que retomó sus estudios de composición luego de jubilada y dejó algunas obras de su hechura. Agatha Christie y J. K. Rowling despuntaron en las letras más allá de la primera juventud. Es que el cuerpo envejece, los cabellos se vuelven de plata, la visión y la audición merman, pero no menguan el fuego sagrado de la creatividad y la pulsión. Posiblemente las historias de vida personales nutran estas cuestiones; plasmadas en algo concreto —un libro, una obra de arte, una pieza musical, un emprendimiento o lo que fuera— dan cuenta del talento que por tantos años quedó bajo la nieve, esperando, como las plantas de crecimiento tardío, reverdecer y fructificar.
Viejos, son los trapos, reza el refrán. Y vaya si es cierto. Eso pensaría Mary Carson, el personaje que encarnó Barbara Stanwyck en la exitosa miniserie El pájaro canta hasta morir, cuando ella, ya anciana, cae rendida al joven e irresistible sacerdote Ralph de Bricassart (Richard Chamberlain) y, rechazada por este, da rienda suelta a su frustración por verse joven de alma pero vieja de cuerpo y poco apetecible para los hombres. Pasando al plano de la vida real, la pianista Colette Maze cumplió en junio pasado ¡107 años! Nacida en 1914, alumna de Alfred Cortot y Nadia Boulanger, profesora de piano por décadas, Colette se animó a grabar su primer álbum a los 84 años. Ya va por el sexto: Un siglo con Debussy, salido hace un mes.
Es lógico aventurar una hipótesis de todo lo que podrían habernos legado los artistas mencionados de haber llegado a viejos. Schubert dejó alrededor de mil obras, y vivió solo 31 años. ¿Cuánto más pudo haber compuesto de haber llegado, como mínimo, al medio siglo? Conjeturas aparte, y volviendo a los late bloomers, su mérito no es para desdeñar. Los late bloomers nos dan la frescura de lo nuevo, nos contagian el sabor de una plenitud sazonada con la sapiencia y la experiencia que dan los años. Y a ellos, la felicidad de saber que no obstante lo andado, pueden florecer, aunque tardíamente, dando exquisita fragancia. Viviana Aubele
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