GHOSTWRITERS, literatos remunerados

Los escritores fantasmas en las sombras y un dilema ético

Hay quienes en la vida real escriben por otros, a cambio de dinero. Aunque la gloria se la quede el dueño del nombre que figura en la portada del libro. Se trata de los ghostwriters (“escritores fantasma”), un fenómeno que parece ser más viejo y más difundido de lo que se cree, y que excede el mundo de las letras. Wolfgang A. Mozart escribía piezas musicales para sus patrones: de hecho,  su Réquiem en re menor fue encargado por el adinerado conde Franz von Walsegg, en homenaje a su esposa fallecida. La condición: que el nombre del genio de Salzburgo no apareciera en los créditos. Mozart murió antes de completar el réquiem, el conde debió contratar a otro  compositor fantasma para finalizar la obra, y Constanze -la viuda de Mozart- habló de más y rompió el acuerdo de confidencialidad (¿justicia poética?). Por eso, el Réquiem le da el crédito a su esposo.


¿Qué tienen en común Alcides Lancia y Günther Frager? Que son personajes de ficción. Lancia aparece en uno de los episodios de Lucas Lenz y el Museo del Universo, novela detectivesca de Pablo De Santis dirigida al público juvenil. Frager es la víctima del multifacético plagiador Johann Sebastian Mastropiero, el niño mimado de Les Luthiers. Lancia es explotado por el siniestro Vidor, quien lo obliga a terminar de escribir con su propia sangre la monumental obra “El nictálope”. Y Mastropiero no solo plagia la música del pobre Frager; hasta se atreve a copiar textualmente su propia autobiografía. Para desgracia de Lancia y de Frager, ninguno vio un cobre de royalty

Los que defienden esta práctica se basan en la premisa de que el ghostwriting no es delito; sí lo es el plagio. Alegan que el plagio es, al mejor estilo Mastropiero, adueñarse de la creación de otro sin su consentimiento. El ghostwriting implica un acuerdo entre el escritor en las sombras y la persona con cuyo nombre se publicará la obra. Sus defensores señalan un trabajo en conjunto, un ida y vuelta entre el escritor fantasma y su cliente; después de todo, dicen, de algo hay que vivir. Las cifras invertidas por trabajo pueden ser tentadoras: a partir de u$s25.000 y (mucho) más. Contratar los servicios del británico Andrew Crofts, uno de los escritores fantasma más cotizados, requiere una cifra de seis dígitos.

Parece derrumbarse la imagen que cualquier incauto se haya hecho de un pobre diablo traficando su genio e inventiva por una miseria. Los servicios de los ghostwriters no son contratados solamente por políticos que desean publicar un libro para reforzar su campaña electoral, ni por exitosos empresarios ansiosos de compartir sus secretos bursátiles, ni por la top model que quiere dejar sus memorias a la posteridad. Personajes como Víctor Hugo, Alexandre Dumas, Tom Clancy —renombradas figuras— también han solicitado estos servicios.

Si el estimado lector gusta de la lectura y cree a pie juntillas que el dueño del nombre que figura en la tapa es el cerebro detrás de esa obra, quizás se lleve un chasco. Tener que aceptar esta cruel realidad es como para un niño digerir lo de Papá Noel y los Reyes Magos. Difícilmente uno vuelva a recorrer las páginas de un libro con la misma candidez que antes. Porque ¿cuál es la gracia de leer a alguien que en realidad no es ese alguien, sino otro?

En su novela Budapest, Chico Buarque presenta a José Costa, un escritor fantasma, que dice: “(…) ver mis obras firmadas por extraños me daba un placer nervioso, una especie de celos al contrario. Para mí no era tal o cual individuo quien se adueñaba de mi escritura, sino que era como si yo escribiese en su cuaderno”. Coincidencia o no, en otra parte se compara al ambicioso socio de Costa, Álvaro Cunha, con un “vampiro”. Y uno recuerda al mencionado Vidor de la novela de De Santis.

El trabajo de los ghostwriters es un ida y vuelta entre ellos y sus clientes; después de todo, la sombra tiene que parecerse a quien la proyecta para que nadie se dé cuenta. Ese ida y vuelta está también entre una obra genuina y el público que la aprecia. Una novela, una pieza musical, una pintura, una escultura, siempre va a interpelar a su interlocutor; las obras de arte expresan algo espiritual, porque justamente, el ser humano que las concibe es un ser espiritual, creación de Dios única e irrepetible. Del mismo modo que no hay dos seres humanos exactamente iguales, tampoco hay dos artistas que pinten, dibujen, canten o escriban igual.

¿Qué sentido hubiese tenido que George Orwell no plasmara en Winston Smith algo de su persona? Mirando el aspecto físico del escritor nacido en Birmania y el del personaje principal de 1984, el parecido es notable. Orwell terminó esa novela casi justo cuando su vida física se agotaba; ¿un escritor fantasma hubiese podido engendrar al mismo Winston que se enamora de Julia y que padece bajo el poder de O’Brien, la policía del pensamiento y Gran Hermano? Legal o no, redituable o no, el trabajo de los ghostwriters parece un asalto a la confianza. Viviana Aubele

Enlaces de interés
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