¡ES LA ATENCIÓN, estúpido!

Javier Navia reflexiona sobre algunos odiosos detalles de la atención en restaurantes

Que quede claro: no es patrimonio exclusivo de los restaurantes. Es un clásico porteño en cualquier tipo de comercio y -¡vaya novedad!- en las dependencias públicas. Pero es en esos lugares a los que uno concurre para el deleite donde la mala atención, capaz de arruinarlo todo, se advierte y nos molesta más.

Entrar en un negocio de ropa y ser recibido, no como un cliente esperado, sino como una distractiva molestia, o tener que conformarnos en una librería con leer la contratapa de un libro que nos interesa sólo porque a un vendedor se le olvidó quitarles el celofán a todas las novedades de la última semana, ya es bastante enojoso.

Pero sentarse a una mesa de un restaurante con pretensiones de figurar en la guía Michelin y no recibir la atención esperable es una frustrante y lamentable experiencia a la que los habitantes de esta ciudad nos acostumbramos cada vez más.

Desde los últimos 15 años, la ciudad de Buenos Aires ha estado viviendo una explosión gastronómica que debe de tener pocos paralelos en el mundo. Si bien siempre fue una metrópoli donde el comer bien ha sido uno de los mayores placeres, hoy la oferta gastronómica se ha multiplicado tanto que resulta difícil elegir a cuál de tantas opciones concurrir cuando se nos da por comer comida vietnamita o árabe, pero no de Medio Oriente, sino del Magreb, aunque con toques andaluces.

Todo tipo de restaurantes han proliferado por nuestra ciudad y se han reinventado barrios enteros dedicados a la gastronomía, como Palermo Hollywood y Palermo Soho, Las Cañitas, el Bajo Retiro o Puerto Madero. Hasta ha cambiado el paladar de los porteños, antes tan fieles al bife de chorizo y a la pasta, y hoy capaces de debatir sobre la conveniencia o no de aplicar wasabi al sashimi, o sobre si las ostras deben acompañarse de un exclusivo moscatel de Alejandría o, siguiendo las tendencias, de un malbec o un cabernet.

Sin embargo, tanta sofisticación en las cartas -en las que un tradicional lomo con puré pasó a llamarse “ojo de bife con molido de papas andinas”-, la búsqueda de reconocidos chefs y la contratación de diseñadores y arquitectos para dar al lugar una ambientación fashion, no ha sido acompañada por el mismo esmero en dar una buena atención al público.

La figura del maître está en extinción, y en casi cualquier restaurante, incluso en aquellos donde la botella de vino más económica ronda los 50 pesos, uno será recibido -aunque el local esté semivacío-, por el incómodo e infaltable: “¿Tenían reserva?”; la atención estará a cargo de algún adolescente al que después de tratar durante cinco minutos de abrir el vino no le importará servirlo con restos de corcho; luego vendrá otro mozo, también adolescente, aunque a éste sólo le permiten retirar los platos y las copas, lo que hará sin pedirle permiso al comensal, y más tarde habrá que girar el cuello en todas direcciones para localizar a alguien que nos mire y pueda acercarnos después de un rato más bebida, otro plato o la cuenta.

Todas éstas son faltas admisibles, desde ya, en una fonda o un bodegón, pero no en los restaurantes donde, a la hora de pagar la cuenta, ésta tiene tres cifras. Cuenta que será la última, claro, porque no volveremos. Javier Navia

El autor publicó esta nota en LA NACION el 25 de abril de 2006
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