En su vitriólica alegoría Y la nave va, Federico Fellini encapsula nuestro mundo en un paquebote repleto de divas, divos, celebridades musicales y una fauna de narcisos trasladando las cenizas de la “la divina Edmea Tetua, la máxima diva que jamas existió”. En un golpe de teatro maestro el director convocó a Pina Bausch, nada menos, para encarnar la sibila ciega a quien la música le hace ver colores. Ante uno de los pasajeros, la misteriosa princesa pronunciará mansamente “Esta es una voz sin color” (click) y un rato después -claro está- la nave-mundo en cuestión acabará hundiéndose…
El tema es espinoso, diríase inabordable; a fin de conservar la propia salud mental y física, la crítica general aconseja abstenerse. Mientras tanto, la encarnizada batalla entre puristas, tibios y fanáticos no da tregua, y la nave va. Hasta en las redes sociales se debate, se pelea, se insulta, se pierden amistades ante el barniz intocable del personaje. Para no herir susceptibilidades, o no ser políticamente incorrectos (hoy pecado mortal), hay que andar con pies de plomo.
Las opiniones se dividen aunque permanezcan inamovibles. Es bien sabido que los melómanos son peores que los hinchas de fútbol. Se esgrime como justificación inapelable que no fue un concierto tradicional sino una plegaria de esperanza ante el azote de la pandemia. Maravillosa idea como maravillosa producción con un escenario soñado, el filigranado duomo milanés vacío, asi como su plaza inmensa a la que se sumaron ciudades desiertas en imágenes tan oníricas que ni De Chirico, Visconti, Strehler, Tarkovsky o Sokurov hubiesen imaginado.
Un escenario único para esta suerte de ínfimo drama musical en medio de la tragedia planetaria. Si la intención, mensaje y marco fueron tan ideales como loables, debe admitirse que el vocero resultó un emisario bastante pálido. Apreciar la música y sus cantantes es aprender a degustar vinos. Lleva tiempo, la recompensa es grande. Se vive saturados de información, condenados a la falta de atención, con la percepción reducida al mínimo de la pantalla de un celular, así se lee, así se ve, así se escucha, así se juzga. Y la nave va.
Un producto se publicita, se impone, se consume. Y el caso Andrea Bocelli ejemplifica la ascensión de un cantante decoroso al super estrellato apoyado por un colosal aparato publicitario. El problema no es Bocelli sino el haber convencido al público de que se está frente a la octava maravilla. Entran a jugar aspectos emocionales que explotan la sensibilidad de la gente de por si sensibilizada ante la situación para crear una tormenta perfecta. A río revuelto, ganancia de pescadores.
Que Celine Dion haya afirmado “si Dios cantara seguramente sonaría como Bocelli” -mas allá de que tenga todo el derecho a decirlo-, incita al “síndrome de la mandíbula caída” por no acudir a otra adjetivación. Que el gobierno italiano lo haya invitado como figura emblemática de un país desolado hace válida la pregunta si esto es todo lo que hoy puede brindar la cuna de Caruso, Martinelli, Pertile, Gigli, Schipa, Tagliavini, Corelli, Del Mónaco, Di Stefano, Raimondi, Bergonzi y claro, Pavarotti.
Voces radiantes y poderosas que literalmente iluminaban la tierra, capaces de alejar toda pena y dolor con el bálsamo de su canto; en este caso, el bálsamo -una agradable voz de tenor algo incolora e inexpresiva que hoy acusa serio deterioro- no puede no recurrir al micrófono. Sin dudas, Bocelli hizo lo que pudo y se le agradece de corazón pero el compromiso le quedó grande, o viceversa, y si era la única opción viable, se está en problemas.
Gracias a la máquina publicitaria, millones siguieron el evento y se emocionaron, imposible no hacerlo con Amazing Grace. No es el cantante sino la canción, sea Joan Baez, Mahalia Jackson, Willie Nelson, Judy Collins, Elvis Presley, Aretha Franklin, Jessye Norman o el presidente Barak Obama. Quizás algunos quieran saber más y pasar de un vino de mesa a un reserva. Harían bien, tienen por delante un universo musical insospechadamente glorioso. Y quienes sostienen que eso le hace bien a la música mal llamada clásica deberían preguntarse si vale la pena aguar el buen vino, si vale popularizarla bajando el nivel.
Convendría reflexionar si en este cambio de rumbo total, en estos dolores de crecimiento que conlleva el nuevo siglo, debe claudicarse confiando despreocupadamente en que la declinación puede llevar a buen puerto. Condescendencia y decadencia van de la mano, aprobarlo no sería pedir demasiado a tantos artistas extraordinarios que se sacrifican y perfeccionan para elevar los estándares de su arte y que hoy se hallan en una angustiante cuerda floja sin oportunidades?
El ejercicio de la crítica implica informar, alertar, tratar de guiar respetuosa y responsablemente sin condescender ni lastimar, aunque en ocasiones resulte muy antipático. Las justificaciones y excusas están a la orden del día, definitivamente la cuarentena ha exacerbado tanto la sed como la alienación; por otra parte, la hipersensibilización juega una mala pasada.
El evento Bocelli fue a lo grande, con visos de genuina emoción bien justificada, visualmente espectacular, musicalmente pobre. Pudo haber sido un acontecimiento artístico musicalmente histórico a la altura de circunstancias aún mucho mas históricas. Hoy, más que nunca, se hace imposible no evocar la mirada inerte de Pina Bausch que profética previene y la nave va…Sebastián Spreng
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