FERNANDO PEÑA, todo y nada

El multifacético artista partió de gira con todas sus criaturas

Conocí a Fernando Peña en 1995, cuando el primero de sus personajes –Milagros López– hizo su aparición en la radio. Fue en FM Horizonte 94.3 , donde yo trabajaba desde hacía 9 años haciendo el clásico «…mientras tanto, aquí, en Buenos Aires, una nueva hora… ¡comienza!». Desde el principio me impactó su histrionismo para llevar a cabo ese personaje y los que fueron surgiendo con el tiempo, Revoira Lynch, Palito, Dick Alfredo, la Mega, Sabino… cuando ya recalaba en  Rock y Pop con Cucuruchos en la frente.

Horizonte dejó de transmitir en 2001. Fernando Peña me llamó pues no quería que «una nueva hora» se perdiese. Durante un buen tiempo apareció mi columna preludiando cada hora en su programa que duraba tres. Jamás se metía en el medio de uno de mis comentarios, que juzgaba interesantísimos, sino que lo hacía antes o después, y en boca de algunos de sus personajes, dándole un matiz humorístico notable. La personalidad individual de cada uno quedaba así plasmada, de acuerdo a lo que dijeran y cómo lo dijeran.

Pero también era admirable su simpatía, su don de gente, su increíble respeto por quienes teníamos  más trayectoria que él y admiraba. De hecho este respeto lo llevó a redescubrir a otros colegas de la primera época de la radio y rendirles un merecido homenaje para que no cayesen en el olvido. No quería nada a cambio. Nada.

Tan respetuoso era que tenía el don de saber pedir perdón, como si fuera un chico que hizo una macana. Lo recuerdo llamándome y mandando mensajes de texto de disculpa pues se había confundido al darle a una productora el número de teléfono privado de mi casa, que sólo tienen pocas personas, las más amigas. Le hizo borrar el número de su agenda y olvidarse para siempre de él. Lo recuerdo contando como anécdota una y mil veces la primera vez que vino a mi casa y rompió por una torpeza la pata de una mesita. Cada vez que lo contaba, divertidamente, parecía pedir disculpas una vez más.

Era de una transparencia notable. Jamás le escuché decir o hablar algo de alguien que no lo supiera por su propia boca. Y es que no tenía ambages en decir lo que se le pasara por la cabeza a quien consideraba que debía decírselo, en la privacidad o públicamente. Nunca se calló ante nada. Jamás se medía por las probables consecuencias que esto pudiera traerle. Defendía sus pensamientos, su filosofía, sus creencias, y se mostraba tal cual era, mental y físicamente, sin hipocresías. Si alguna vez consideraba que se había equivocado, también lo decía. No escondía nada. Nada.

Después de saber que había ido a ver una de sus obras de teatro, llamaba al otro día para ver que me había parecido. Muchas veces le insistí en que se dejara dirigir, pensando que semejante talento actoral podría crecer aún más si estaba guiado y acotado. Otras tantas le machacaba sobre la extensa duración de las obras. Sobre lo primero me decía que era un imposible, que no soportaba ni soportaría que le dijesen lo que tenía que hacer. Sobre lo segundo -casi como otro imposible para él-, solía repetirme la frase de Baltasar Gracián  que había aprendido de mi boca y reconocía muy cierta: -«sí, ya se, Martin, lo bueno, si breve, dos veces bueno…». 

Ya en su éxito indiscutible, El Parquímetro, por la Metro, me nombraba como referente del buen hablar, de las buenas pronunciaciones, siempre con admiración, respeto y -por sobre todo- cariño. Un cariño que trascendía las fronteras del éter y era captado por sus miles de oyentes. Muchos me decían «cómo te quiere Peña… hoy dijo… bla, bla, bla…»  Y yo respondía: «es mutuo». Pues se hacía querer. Y cómo. No medía su cariño como no medía nada. Nada.

Fernando Peña proponía un almuerzo, sin ningún otro motivo que el placer de disfrutarnos, cada uno en su natural locura. Nadie podía creer cuando yo comentaba que él era capaz de poner una fecha y un horario para vernos dentro de dos o tres semanas y, llegado el momento  -sin que durante ese lapso hubiese mediado ni llamada ni reconfirmación-, yo entraba al restaurante y ahí estaba él, solo. O con su novio -así conocí al encantador Javier de Nevares– o con más amigos y amigas que aseguraba que yo debía conocer por distintas razones. Era sorprendente.

Son los pequeños detalles los que hablan de alguien. Además de su talento notable, su formalidad intachable, su palabra que jamás lanzaba al viento, su increíble cultura, su rapidez, su inteligencia, su cariño incondicional, he de destacar una generosidad superlativa que compartía con todos sus amigos, compañeros y colegas. Solía decir que ganaba muchísimo dinero, y ese dinero lo gastaba a manos llenas, invitando siempre, viajando y trayendo un pensado regalo para cada uno. Pero no solo lo era con el dinero, sino también con los sentimientos, con lo que alguien pudiera necesitar y él tuviera la mínima posibilidad de dar.  Era capaz de mover cielo y tierra. No especulaba con nada. Nada.

La última «aventura» que vivimos juntos surgió de su imaginación. Me invitó a su programa para entrevistarme. Sabiendo que yo era piloto, me preguntó si lo llevaría a volar. Nunca lo había hecho en un helicóptero, a pesar de las incontables horas que tenía como tripulante. Confesó que le había tomado cierto temor, pero que quería hacerlo e incluso transmitir desde arriba en directo su programa de radio. Después del vuelo estaba feliz, exultante, como un chico. Durante semanas insistía en que todo el mundo debía hacerlo y prometía hacer un sorteo y regalar él ese vuelo al oyente que ganara. Cuando Fernando Peña estaba convencido de que algo era bueno, era una tromba publicitándolo. Cuando estaba convencido de que algo no era bueno, era la CNN advirtiéndolo. Tenía una energía envidiable, colosal. Ni el alcohol, ni las drogas, ni su crónica enfermedad pudieron detenerlo. Nada.

Pero llegó su momento en forma sorpresiva, con un fulminante ataque a un órgano vital, casi de la noche a la mañana. Y lo sorprendió, a él, que vivía sorprendiendo a todos. La radio y el teatro -junto a otros medios- han perdido un artista que se entregó en cuerpo y alma. Yo he perdido un amigo entrañable. Un loco lindo (no quiero decir lo que el quería que le dijeran, pues sabía que no me gustaba). Por eso, si te preguntan por Fernando Peña, decí que siempre lo dió todo. Y jamás pidió nada. Nada. Martin Wullich

Fernando Peña en Wikipedia

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