La Messa da Requiem, estrenada en 1874, fue una idea de Giuseppe Verdi para homenajear musicalmente al escritor y héroe nacional Alessandro Manzoni, muerto un año antes. Sin embargo, había escrito el Libera me final previamente, con la idea de una misa de réquiem para Rossini, en la que participaban varios compositores italianos.
En esta versión, ya en el Réquiem y Kyrie, donde se pide “Dales Señor, el eterno descanso, y que la luz perpetua los ilumine…”, la Orquesta Estable del Teatro Colón respondió al nivel exigido, con un vigor musical extraordinario, siguiendo las precisas marcaciones de Enrique Arturo Diemecke, quien desde la dirección impuso el sello de profundos contrastes entre momentos grandilocuentes y de piadosa fraternidad, que fueron sublimes en las oraciones interpretadas por el Coro Estable.
La imponencia trágica del Dies irae se hizo sentir en cada aparición como un ciclón de sólidas voces, preparadas por Miguel Martínez, que helaba la sangre anunciándonos el Apocalipsis, aunque siempre dejando un soplo esperanzador. La representación del Sanctus a doble coro, así como el Offertorium a cargo de los solistas, evidenció una preparación y sustanciación en los ensayos que dieron como resultado una función memorable.
Los solistas estuvieron también a la par del conjunto todo, tanto en sus participaciones grupales como en los momentos individuales. El tenor Darío Schmunck ofreció un estupendo y suplicante Ingemisco. La mezzo María Lujan Mirabelli encendió el brillo de la Lux aeterna. El bajo Goderdzi Janelidze hizo llegar sus potentes y exhortantes tonos a cada rincón de la sala en Tuba mirum y brindó su corazón en Confutatis.
La soprano María José Siri fue excepcional de principio a fin. Se la escuchó apasionada y sentida, expresando desde el alma, en tonos manejados con absoluta precisión y sutileza comunicativa, reveladores de su temor ante el juicio en Libera me, y sustanciada profundamente en el significado de la composición.
Cuando todo llegaba a su conmovedor final, con las cuerdas y voces en exquisito y tenso pianissimo, casi inaudibles, uno de esos espectadores que se sienten impelidos a demostrar que saben cuál es la nota final, estalló con un aplauso vigoroso interrumpiendo el clima reinante. Como el aplauso es contagioso, algunos lo siguieron. El Maestro Diemecke hizo oídos sordos ante la expresión fuera de lugar, y bajó gradual y lentamente su mano, como claro indicativo del silencio que debemos guardar cuando una pieza termina, tal como lo afirmó Sacha Guitry. Más aun en este caso, tratándose de un homenaje a los difuntos. El efímero aplauso se detuvo y volvió el silencio. Faltaban unos 30 segundos todavía para que entonces el Director marcara el final, que fue premiado no sólo con un aplauso ya firme e indiscutible, sino con visible emoción en los ojos de quienes nos sentimos tocados por la música y las palabras de una obra magistral. Martin Wullich
Fue el 3 de julio de 2018
Teatro Colón
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