“Somos flores en los tachos de basura”, cantaban los Sex Pistols allá por el año 1977, en la misma canción (God Save the Queen) cuyo estribillo machacante sentenciaba, una y otra vez, que no habría futuro. En cierto modo tenían razón, hay que reconocerlo. Por lo pronto, cada uno de los símbolos de aquella generación desesperanzada y vanamente reaccionaria se terminó convirtiendo en un cliché de consumo vaciado de sentido. “Ves llorar la Biblia junto a un calefón”, si se prefiere una referencia más local sobre lo mismo.
Se entregaron, una vez más, los Premios Gardel a la música. Las cosas son así: un tema nos lleva al otro, algo nos genera una inquietud, o de pronto hace que surja una pregunta. Por ejemplo: Vos, cuando estás en la intimidad de tu casa, o en la de tus auriculares, ¿qué música escuchás? Porque por ahí pasa buena parte del asunto. Así como uno va a la casa de alguien a quien no conoce y husmear en su biblioteca se convierte en un modo de saber quién es esa persona, lo mismo sucede con la música. Y alguien puede usar la remera de tal o de cual artista, pero en la intimidad de la escucha, en la magia de ese momento que nos lleva a elegir entre poner un determinado disco u otro, ahí es donde está el lugar de la revelación.
Como esto no es un artículo periodístico, voy a permitirme el uso de la primera persona. Mi rutina musical puede a primera vista —o a primera escucha— parecer altamente caótica, pues allí hay cosas de lo más diversas: la música clásica convive con el rock progresivo, el folclore, el grounge, el jazz, el blues, las canciones, las músicas del mundo. No hay contradicciones, ni mucho menos incompatibilidades. Tal como aseguraba Duke Ellington, que algo sabía del tema, solamente hay dos clases de músicas: las que vale la pena escuchar, y las que no.
Nos vamos acercando al centro del problema. Hay músicas que son para escuchar una vez, y luego raramente volver a ellas, incluso cuando esa única vez se hayan disfrutado. Hay otras que son para toda la vida, para escucharlas una vez, y otra, y otra más, y siempre son distintas, porque quien escucha nunca es el mismo (como no es el mismo quien se baña en las aguas del proverbial río). También hay días —mejor dicho: momentos— en que nos calza mejor una determinada melodía, una voz, un instrumento, un ritmo, un furioso riff de guitarra eléctrica, y suele no quedar del todo claro por qué precisamente ese tema, esa pieza, esa obra, en lugar de otra. Y en realidad no importa.
En definitiva, el problema reside en que la música es siempre un desarrollo en el tiempo. Y el tiempo de vida de un oyente (vos, yo, nosotros, ellos) es limitado. No sabemos cuánto tiempo tenemos por delante, pero ese tiempo dibuja un segmento irremediablemente acotado. Entonces, el único consejo musical que yo podría darle a quien estuviese dispuesto a escucharlo, es que no deberíamos perder ese valioso tiempo en superficialidades.
Por decirlo de alguna manera, el tiempo que le dediques a Los Beatles se lo vas a estar restando a Schubert, y viceversa. Y en este caso da casi lo mismo; también podríamos haber dicho Coltrane o Peter Gabriel, Yupanqui o Soundgarden, Piazzolla o Pink Floyd, Frank Zappa o Zitarrosa. El asunto es hallar un significado en cada momento musical que abordes, un sentido, una vibración en el alma. Algo que marque un antes y un después de la escucha.
Es verdad, Julio Cortázar escribió en Rayuela prácticamente lo mismo. Sólo que él habla allí de literatura, en vez de música, y en lugar de Schubert y Los Beatles menciona a Joyce y a Jouhandeau. Pero esencialmente es lo mismo. Lo defectivo se siente más como una pobreza intuitiva que como una mera falta de experiencia —dice. Y confiesa luego el padecimiento de la melancolía de una vida demasiado corta para tantas bibliotecas, etcétera.
Pero íbamos a hablar de los Premios Gardel. Que a estas alturas, más allá del nombre, nada tienen ver con Carlitos. Por supuesto, felicito y aplaudo a varios artistas ganadores. A la inesperada More Gemma, que se llevó el premio al mejor disco de música clásica con Melancholia Borealis. A Pipi Piazzolla, quien con el trío que completan el guitarrista Lucio Balduini y el saxofonista Damián Fogiel se quedó con el premio al mejor disco de jazz (Stick Shot). A Viviana Pozzebón, que con Tamboreras por el mundo ganó el premio al mejor álbum instrumental de fusión-world music. Ni hablar de Fito Páez, con el magnífico Futurología Arlt, que se llevó el premio al mejor álbum conceptual. Y aplausos también para León Gieco (El hombrecito del mar), Divididos (Tilcara: el recital), David Lebón (Lebón and Co.)… Estoy seguro, en la involuntaria omisión, de estar siendo injusto con varios artistas.
Pero fuera de estas excepciones el promedio de lo que rige hoy en el cada vez más superficial e intrascendente mercado discográfico argentino es sencillamente patético. Y no tiene que ver con una cuestión de gustos. Porque puede no interesarme el último soundtrack de Gustavo Santaolalla, o la música de los hermanos Borda, ni voy a escuchar el álbum Piojos y piojitos, por solo poner tres ejemplos, y de ningún modo me atrevería a discutir la calidad de estas producciones.
Ni siquiera tiene que ver con la cantidad de músicos dedicados a hacer arte enfrentados a quienes, por el contrario, apuntan a la producción de música basura. Se trata de lo que nos venden, y del rebaño cada vez más nutrido que compra, sin tener ningún incentivo que lo lleve a preguntarse si de verdad ese producto tiene algún valor. Se trata del periodismo idiota que se ocupa de “los mejor y peor vestidos de la alfombra que celebra la música nacional”. Se trata de la lucha entre los figurantes de turno construidos por la industria cultural versus quienes auténticamente tienen algo para decir.
¿Cómo podríamos distinguir, de una manera objetiva, entre unos y otros? Es probable que, objetivamente, sea algo imposible de hacer. Después de todo somos, por definición, sujetos. Podemos preguntarnos qué diferencia lo meramente bonito, por llamarlo de alguna manera (porque lo cierto es que la fealdad parece haberse puesto de moda), de lo sublime. Immanuel Kant se cuestionó esto mismo en pleno siglo 18, en un célebre tratado. Nosotros nos limitaremos a repetir que el verdadero arte transforma, nos cuestiona profundamente, nos hace salir mejores de la experiencia estética. No se puede ser la misma persona antes y después de escuchar una sinfonía de Mozart, o un oratorio de Bach.
En la vereda de enfrente, lo que tenemos es algo vacío de cualquier trascendencia. Algo que es peor que la nada, pues más allá de no sumar, resta. Resta ese tiempo del que hablamos antes, que podría dedicarse a cosas mejores. Resta en la medida en que el ruido de lo superficial ensombrece el conjunto de lo que sí vale la pena. Como si se tratase de un monstruoso agujero negro, cada segundo que uno pierda escuchando esa música-nada, lo perderá para siempre. Junto con la posibilidad de haberlo aprovechado en un poco de auténtica poesía. Cuando esto se fomenta y se multiplica de una manera constante y global, entonces comienza a deteriorarse también el nivel cultural de la sociedad toda. Y es una verdadera pena, pues hay otros caminos posibles. Germán A. Serain
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