OMAR PACHECO, teatro, violencia y muerte

Una reflexión sobre los límites de lo simbólico y las redes sociales

Ya han pasado algunas semanas desde la aparición del cuerpo sin vida de Omar Pacheco, reconocido autor y director teatral. Un tiempo que acaso nos permita tomar cierta distancia para intentar una reflexión más calma y desapasionada sobre lo sucedido con este polémico personaje -el uso del término es adrede- que a comienzos de noviembre se quitó la vida, a sus 67 años, ahorcándose en su propia sala, el teatro La Otra Orilla.

Esto sucedía apenas horas después de que un grupo de alumnas y antiguas colaboradoras lo escrachara públicamente a través de videos que rápidamente se viralizaron en las redes sociales, acusándolo de abusos diversos y estafa. “Se acabó la secta”, puede escucharse -entre otras cosas- que gritaban las mujeres que lo increpaban, justo en la puerta de la sede teatral.

Esta palabra -secta- tampoco es casual. Pachecho había articulado alrededor suyo y de su actividad una suerte de mística, desde donde resultaba muy difícil hacer frente a sus atropellos. Según lo declarado por quienes lo denunciaron, desde su lugar de poder solía manosear a sus alumnas, les pedía dinero, hacía trabajar gratis a sus colaboradores y humillaba a quienes intentaban señalar estas actitudes. Al menos un caso de estafa llegó hasta la justicia, que le terminó dando la razón a la víctima.

Al margen de estas cuestiones, nos interesa resaltar el hecho de que, si el suicidio de Omar Pachecho fue sin lugar a dudas un gesto dramático, decididamente no fue en cambio un gesto teatral. Esto así, porque en el teatro la muerte siempre es fingida, nunca es real. Y Omar Pachecho esto lo sabía, porque él era un hombre del teatro. Si era un hombre bueno, un estafador o un perverso, eso podrán decirlo quienes tuvieron contacto directo con él. No es lo que estamos cuestionando aquí. Esto no pretende ser un ataque a la memoria de Pacheco, ni tampoco a quienes hayan tenido la desgracia de haber sido sus eventuales víctimas.

Es verdad: el suicidio -o la muerte- no redime las culpas que el suicida pudiera tener. Tampoco convierte al victimario en una víctima inocente  Pero aquí llegamos a uno de los ejes del problema: porque uno podría decir con alguna razón que si Pachecho decidió quitarse la vida lo hizo por voluntad propia, que a nadie más que a él mismo se puede señalar como responsable de dicha decisión (dramática, pero de ningún modo teatral, como se ha dicho).

Sin embargo, si aceptamos esta idea nos acercamos peligrosamente al lugar de sostener que también las víctimas de Pacheco se sometieron por voluntad propia. Lo cual claramente no sería cierto. Es necesario admitir que hay modos de empujar a alguien a hacer cosas que en rigor de verdad no desea. Pero esto vale tanto para las víctimas de Omar Pacheco como para Pacheco mismo, quien por su profesión sabía perfectamente que la muerte como acto teatral sólo resulta admisible en tanto sea fingida. No fue ese el caso.

Quienes tomaron el escarnio público como un modo de reaccionar -y de accionar- contra Omar Pachecho, no incurrieron en ningún momento en la figura penal que se conoce como incitación al suicidio. Pero cabe preguntarse hasta qué punto no determinaron el desenlace. Hay en todo esto una clara espiral de violencia. De violencias simbólicas, que dificultan marcar el exacto punto en el cual lo real y lo ficticio se separan.

Podríamos preguntarnos, por ejemplo, en qué lugar el cuerpo del actor o de la actriz se convierte en personaje y en qué medida ese cuerpo es intransferible. Es la discusión que hace a la legitimidad o no de la famosa escena de El último tango en París en la cual Marlon Brando abusa de una joven Maria Schneider con la complacencia del recientemente fallecido Bernardo Bertolucci.

¿Acaso en algún punto no supo comprender Pacheco que su suicidio era un acto real y no parte de una ficción? ¿Acaso no supo entender Bertolucci que era el cuerpo de una mujer real, y no un personaje, lo que se ponía en juego en aquella escena de la la mantequilla? Ese es el centro del problema: el desvanecimiento de la frontera que separa lo real de lo imaginario. El límite que determina si un acto de violencia o de abuso forma parte de una realidad o de una representación. Pero este es también el problema en relación a las redes sociales. Lo que sucede detrás de la pantalla tiene que ver con gente real, de carne y hueso. Aunque a veces no nos lleguemos a dar cuenta del todo.

Insistimos: con toda la carga simbólica o psicológica que pueda tener un suicidio, sobre todo realizado en un contexto como el que se dio en el caso de Omar Pacheco, lo cierto es que no se trató de un acto teatral. Mejor que cualquier otro, Pachecho sabía que la muerte representada y la muerte real son cosas diferentes. Sin embargo, algo lo llevó a quitarse la vida. Es imposible saber qué fue exactamente. Pero sería absurdo descartar que el escarnio público al cual se lo sometió pudo haber tenido alguna incidencia.

Es probable que el escrache no sea sino una manera de intentar hacer justicia allí donde la justicia resulta incompetente. Justicia por mano propia, en definitiva, lo cual a juicio de quien firma estas líneas no parece algo particularmente repudiable. Es apenas un hecho; como la muerte. Lo que nos parece repudiable es la idea de que el suicidio sea una decisión unilateral, en la cual no actúan diversos disparadores, entre los cuales bien podría figurar el escrache que tuvo lugar en este caso.

Y no cuestionamos la moralidad del hecho, sino la falta de criterio que por lo general se evidencia cuando se evalúa el poder que tienen estos nuevos medios que son las redes sociales. Un medio que tanto sirve para escrachar a un culpable como para denunciar falsamente a un inocente, para difundir noticias que de otro modo no llegarían a nuestro conocimiento, como para hacer pasar por reales situaciones que no lo son. Muchos de quienes viralizaron el video del escrache a Pacheco no podrían haber dado fe, por experiencia directa, si las acusaciones en cuestión eran o no ciertas. Y nadie pudo medir las consecuencias.

De nuevo, la frontera que separa la realidad de la ficción se desdibuja. El gesto agresivo en la pantalla (o sobre un escenario, en el marco de un taller teatral), por parte de unos o de otros, parece alejado de cualquier referente real. Esto es lo que sucede con los medios, que nos muestran y al mismo tiempo nos invisibilizan. Con las redes sociales. Con los foros en internet. Y sin embargo en algún lugar esos cuerpos mediatizados, esas personas que vemos como una mera representación, en algún lugar se constituyen como alguien de carne y hueso, a quien le suceden cosas.

Más allá de las apariencias, esta nota en realidad no trata acerca de Omar Pacheco. Trata -al menos esa es la intención- acerca de la facilidad con la que confundimos los mapas con los territorios a los cuales ellos hacen alusión. Germán A. Serain

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