De un tiempo a esta parte se han puesto de moda las llamadas Mystery Boxes. En nuestro idioma sería algo así como cajas de misterio. El asunto es sencillo: uno compra una caja, por una suma equis de pesos, sin tener idea de qué hay adentro. Se enterará del contenido sólo cuando llegue el momento de recibirla y abrirla. Por supuesto, el vendedor puede poner alguna referencia. Por ejemplo, en la plataforma de comercio electrónico más popular en Argentina encontramos una Mystery Box ofrecida por $199.990, cuyo vendedor aclara que la misma contiene «dos productos de tecnología».
¿Puede el eventual comprador de esta caja esperar alguna precisión mayor? Por supuesto que sí. Estos dos productos pueden ser: desde un smartwatch (en la misma plataforma los hay entre $5.000 y $5.000.000), un mouse gamer ($4.000 a $1.200.000) o un smartband (una especie de reloj pulsera que mide cosas como el ritmo cardíaco o el oxígeno en sangre, que se consigue entre $5.000 y $300.000), hasta unos auriculares, un parlante inalámbrico o un accesorio para el auto o la bicicleta. Resulta difícil imaginar siquiera la amplitud de posibilidades que engloban estas últimas categorías.
Ahora bien: el comprador espera recibir algo que lo sorprenda y que al mismo tiempo compense, de ser posible con creces, la inversión realizada a ciegas. Del otro lado, hay un vendedor intentando liquidar stocks de mercadería de rezago. Pero en verdad no tiene sentido realizar un análisis de la compra en función de una posible ecuación económica positiva. ¿Para qué comprar algo que no nos interesa, incluso si su precio pudiera terminar siendo conveniente? ¿Para qué arriesgarnos si, al momento de la compra, ni siquiera esto último pasa de ser una mera posibilidad? «¿Y si sale bien?», nos pregunta el comprador, ya molesto por nuestros cuestionamientos.
Puede que las Mystery Boxes parezcan una intrascedencia. Pero reflexionar sobre ellas resulta interesante, pues se trata de un rasgo representativo de la cultura en la cual vivimos. Un rasgo ciertamente patológico: la compra no responde a una necesidad ni a un deseo real sobre un artículo en particular, sino que apunta exclusivamente a la expectativa que genera la experiencia de la compra en sí misma. La expectativa se hace extensiva a la espera del paquete, a su recepción y finalmente a su apertura. Este desvelamiento, que pone fin a la expectativa, no inaugurará ningún disfrute. Muy por el contrario, este acto de abrir la caja misteriosa clausura la experiencia y derivará, con mucha probabilidad, en frustración.
Es difícil que suceda de otro modo. Dentro de esa caja habrá, como es evidente, algo que el comprador en principio no necesitaba ni deseaba. Incluso en el caso de haber deseado, por ejemplo, un smartwach o unos auriculares, y de haber tenido la improbable suerte de hallar justo eso dentro de su caja, si el comprador hubiese adquirido eso mismo eligiendo entre varias opciones, es probable que hubiese optado por un modelo diferente de ese que le llegó.
La compra ha sido compulsiva. Hubo una fugaz satisfacción en el momento de realizarla. Es el goce que deriva del ejercicio de un cierto poder. Pero ahora solo es posible generar una nueva dosis de dopamina a través de una nueva adquisición, que abra una nueva ventana de expectativa y posibilidad. Se trata del mismo mecanismo compulsivo que es propio de la ludopatía, donde el objetivo ni siquiera es ganar. Se trata solo de jugar, por el juego en sí mismo. Un juego que en este caso abarca desde el momento de la compra al momento de la apertura de la caja adquirida.
La Mystery Box no es demasiado diferente de un billete de lotería. Se parece también a esas relaciones que se inician por el solo gusto de experimentar una fugaz conquista. Es asimismo similar a lo que sucede en los esquemas Ponzi, en los cuales la evidencia de que alguien gana, incluso al costo de que al mismo tiempo haya miles que lo pierden todo, genera la ilusión de poder llegar a ser precisamente ese que se salve. Tampoco hay demasiada diferencia con quien compra un discurso político solo porque alguien dice justo eso que se desea escuchar, y vota emocionalmente, movido por esa pulsión que excluye todo razonamiento crítico. El impulso, dopamínico y fugaz, es lo que tienen en común todos estos ejemplos. Eso somos: una cultura integrada por personas que reaccionan a fugaces impulsos pulsionales, pero se resisten a reflexionar.
Es cierto que esto tampoco es demasiado diferente de algunas prácticas que uno llevaba adelante en la infancia. Uno de chico compraba el chocolatín Jack, o el chupetín Topolín, o el paquete de figuritas a ciegas, un poco con la misma lógica de estas cajas misteriosas. Los fabricantes del huevo Kinder hicieron un imperio con la misma idea. Pero, precisamente, éramos chicos. Éramos ingenuos, incapaces de ponernos a pensar que jamás el premio sorpresa iba a compensar el valor que nuestros padres pagaban por el artículo. Hoy las Mystery Boxes las compran los adultos. Los mismos adultos que buscan relaciones en Tinder y después, cuando hay elecciones, van y votan. Todo lo hacen siguiendo la misma lógica: la de la compulsión irreflexiva. Si nos detuviésemos a pensar, antes de actuar por impulso, seguramente todo sería muy diferente en nuestras sociedades. Germán A. Serain
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