En la fotografía que encabeza estas líneas se la puede ver a María Kodama, joven y sonriente, tomando ella misma una fotografía que él, Jorge Luis Borges, de pie a su lado, no verá jamás. Como tampoco podía ver lo que el teleobjetivo de aquella máquina de fotos enfocaba en aquel instante. Tampoco nosotros podemos ver ese detalle. Quizás Borges diría que eso demuestra que todos somos en alguna medida ciegos. O quizás esta sea apenas una idea nuestra; no pongamos palabras en boca de quien no las ha pronunciado.
Más allá de las nieblas que se le imponían al escritor, es probable que ella le tradujera en palabras, a su manera, aquello que la vista a él le había comenzado a vedar de manera progresiva desde sus tempranos treinta años. Tampoco hay certezas sobre esto que acabamos de imaginar, pero no resulta difícil intuirlo. Después de todo María Kodama era traductora de profesión. Estaba acostumbrada a poner en palabras propias el sentido de otros decires, de otras expresiones, de otras visiones.
Falleció María Kodama. También escritora, especialista en literatura argentina, amante de las lenguas anglosajonas y de otras culturas. Compañera y esposa de Jorge Luis Borges. Albacea de su obra literaria. Había nacido en 1937 en Vicente López, aunque ella defendía la idea de ser japonesa, como su padre, porque “uno no es del lugar donde nació, sino del lugar en el que fue educada”. Y María Kodama había sido educada en función de la cultura del Japón.
Se conocieron con Borges cuando ella tenía solamente 16 años. Los unió el interés por el mundo anglosajón y la lengua islandesa. El escritor se enamoró de ella, de una manera quizás algo confusa. Pero quién será capaz de juzgar en torno de esos misterios. Finalmente, después de muchos años de relación, donde las charlas sobre literatura y filosofía fueron centrales, Kodama y Borges se casaron en Paraguay, un 26 de abril de 1986.
Por supuesto, Kodama cometió errores. Como cualquiera, probablemente, pero los de ella quedaron expuestos después de la muerte de Borges, cuando se convirtió en la encargada de fiscalizar los derechos vinculados a la obra de quien fuese su marido. Resulta difícil disculparle, por ejemplo, el maltrato al cual sometió a Pablo Katchadjian, el autor de El Aleph engordado, indudable homenaje a Borges, que al homenajeado —recordemos su maravilloso Pierre Menard, autor del Quijote— sin dudas le hubiese divertido mucho.
El caso comenzó en 2009, cuando Katchadjian publicó un texto experimental que tomaba como base El Aleph de Borges, intercalando allí palabras propias (concretamente: 5600) a la manera de una intervención artística, con el fin de engordarlo. Kodama le inició un juicio por supuesto plagio, que movilizó a buena parte de la cultura literaria local. El asunto terminó con el sobreseimiento de Katchadjian en la Cámara de Apelaciones y una catarata de críticas dirigidas —se dirá que con justicia— a la albacea.
Así las cosas, confieso tener una relación ambigua respecto de María Kodama. Por una parte, nunca pude dejar de lado la idea de que ella fue a Borges algo así como lo que Yoko Ono fue a John Lennon. Algo así, en este caso, podría leerse como una molesta intermediaria. Sin embargo, vuelvo a mirar la fotografía referida en el inicio y también veo otra cosa. Entonces me digo: si Borges la eligió, claramente es porque supo o sintió que había algo especial en ella. ¿Quiénes somos los de afuera para juzgar aquello que no nos compete en absoluto? ¿Cómo habríamos de respetar al maestro si al mismo tiempo le faltamos el respeto desautorizando sus decisiones?
Y vuelvo a observar la fotografía una vez más, y de pronto me descubro respetando a esa mujer que Borges eligió entre todas (cosa que no me sucede con Yoko, que Lennon me disculpe). Y más tarde recuerdo una entrevista a Kodama que tuve ocasión de leer hace un par de años; la busco y enseguida la encuentro. Y al releerla, me detengo en un pasaje donde ella cuenta y dice algo que me impacta:
“Yo no sabía quién era Borges, era muy chica; entonces tomé un libro que había en mi casa y empiezo a leer: “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche…” Yo dije: “¿Qué es esto?” Lo leí hasta el final sin entender intelectualmente nada, por supuesto, pero quedé atrapada por el ritmo que tenía esa prosa, para siempre… Imagínense de qué manera me tomó a mí esa lectura, sin entender. Por eso yo siempre digo: “Entender es una etapa secundaria, hay que sentir. Si uno no siente, déjelo, espere cinco años, diez, y vuelva a leerlo”. Es como en la amistad o en el amor: uno cuando encuentra a alguien sabe si puede ser amigo o si puede enamorarse o no.”
Magnífica manera de acercarse no solamente a la literatura, sino a cualquier forma de arte en general. Esa primera impresión, ese color, esa cuestión de piel, que también tiene el amor, no puede ser juzgada. En ocasiones representa una gran dificultad encontrar las palabras justas para explicar este tipo de cosas. ¿Cómo no respetar a esa mujer, que las halló con tanta facilidad? Seguiremos pensando que estaba equivocada en una cantidad de cosas. Pero la respetamos, porque además ella fue la elegida del propio Borges. Germán A. Serain
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