“Lengua natal: no hay tal cosa. Nacemos en una lengua desconocida. El resto es una lenta traducción”, reza el epígrafe de la segunda parte de La traducción, del escritor, periodista y guionista argentino Pablo De Santis. En esta novela, finalista del Premio Planeta de 1997, el autor propone como telones de fondo un enigma policial y una vieja historia de amor irresuelta, y como temas que los atraviesan, la traducción como oficio o profesión , cuestión que la novela parece dejar sin solución de continuidad; la lengua como esa habilidad inherente al ser humano y que nos distingue de las demás criaturas; y el conocimiento de otras lenguas ora como producto de la instrucción formal, ora como consecuencia de cuestiones psíquicas o neurológicas.
A través del protagonista, Miguel De Blast, la novela nos devuelve una imagen sobre aspectos de esta labor que constituye un eslabón imprescindible para la transmisión de la cultura y del saber. Vemos en Miguel un hombre más bien solitario y taciturno, nostálgico de un amor perdido (la traductora Ana Despina), envidioso de un rival en la profesión y en el amor (Silvio Naum) y devenido inesperadamente en investigador de varias muertes que ocurren en el transcurso de un congreso de traducción en un anodino hotel a medio construir, erigido en un pueblo ficticio, Puerto Esfinge, cuyo faro ha dejado de funcionar hace años.
La acción transcurre en ese pueblo tan ignoto y extraño para los protagonistas de la novela como las incumbencias de un traductor para el público en general, y curiosamente bautizado con un nombre que evoca el mito de la Esfinge: para entrar a Tebas, había que resolver un enigma, so pena de ser devorado por la criatura. La labor de un traductor no deja de ser el paso de un enigma para quien desconoce la lengua fuente hacia el conocimiento, la revelación de ese enigma en la lengua meta. Como dato, el apellido de la traductora que le quita el sueño a De Blast remite a una deidad griega, Despina (“señora”), diosa de los misterios de los cultos arcadios.
Traducir es una tarea que suele darse en solitario, con la exigencia de una toma constante de decisiones que, traduttore tradittore, no siempre puede resultar convincente, ni siquiera para el mismo traductor. Es en la soledad de su lugar de trabajo -una oficina, su cuarto u otro sitio en su hogar- que el traductor debe elegir a quién traicionar: si al original, o a quien leerá su traducción. Es en esa soledad en que el traductor oficia de puente entre dos mundos distintos y distantes que deben, en algún punto, encontrarse. “Mi trabajo no facilitaba, tampoco, la comunicación con mis colegas, porque pasaba por las editoriales sólo para retirar los originales. Me cruzaba con secretarias, con directores de colección, nunca con otros traductores” revela De Blast.
No es de extrañar, entonces, que los personajes engendrados de la pluma de De Santis manifiesten de una u otra manera ser personas alienadas del resto de la sociedad, o en el mejor de los casos, de una vida familiar “normal”: De Blast, marido de una mujer de la que no está enamorado; Ana Despina, antigua novia de De Blast, luego novia de Naum, luego ex esposa de un ingeniero canadiense; Valner -el primer occiso de la novela- aparentemente sin familiares cercanos, al igual que Naum; y Julio Kuhn, el organizador del congreso, un hombre casado que jamás habla de su esposa. Muy acertadamente De Santis hace coincidir a todos estos personajes en un lejano y desolado pueblo donde nunca pasa nada -salvo una “epidemia” que mata lobos marinos- y en un hotel poco acogedor.
Apelando a los pensamientos de Miguel De Blast, De Santis refiere que los asistentes al congreso no consideraban “la traducción como un oficio definitivo, sino más bien como un desvío a partir de otras ocupaciones. Algunos habían querido ser escritores, y habían llegado a la traducción; otros enseñaban en la universidad, y habían llegado a la traducción. Sin darme cuenta, yo también había tomado ese desvío”. Sin ánimo de entrar en el inevitable debate de si traducir es un oficio o una profesión, o en qué momento el oficio devino en profesión, lo cierto es que en la vida real quienes hemos empezado desde la traducción, formándonos en instituciones terciarias o universitarias, hemos tenido que buscar otras alternativas, otros desvíos para la subsistencia.
Si bien algunos han logrado hacer de la traducción su fuente principal de ingresos, otros han tomado un desvío permanente, sin retorno; otros vuelven cada tanto para volver a alejarse, según los vaivenes de la vida; y otros hacen equilibrio entre la traducción y la docencia o alguno que otro métier. Entonces es inevitable recordar a Julio Cortázar, uno de los primeros traductores públicos matriculados de la Argentina, que dijo lo siguiente: “(…) la traducción, desde un comienzo, me fascinó. Si yo no fuera un escritor, sería un traductor”.
El epígrafe de la tercera parte de la novela es una cita del Canto XXXI del Infierno de Dante Alighieri que remite a la historia bíblica de la Torre de Babel, supuestamente erigida por Nimrod, en clara rebelión contra el mandato divino de que los humanos debían esparcirse por la tierra y multiplicarse y poblar el orbe. Desde esos tiempos, los traductores hemos sido piezas fundamentales de la transmisión de la cultura y del conocimiento, aunque no sin pocos escollos de índole diversa: el escaso conocimiento de la sociedad en general de lo que significa ser traductor, las pagas irrisorias que se ofrecen por nuestra labor, y desde hace algunos años, el advenimiento de los así llamados “traductores automáticos”.
Y en el asunto de las máquinas que amenazan con reemplazar la labor intelectual humana, las palabras de De Blast son lapidarias: preguntado por Valner sobre una máquina de traducir que tenía como lengua base la lengua enoquiana, De Blast le responde de manera cortante con un paralelo con la música: “Una máquina de traducir es siempre una caja de música y eso es lo que produce: música dodecafónica”. Viviana Aubele
La traducción
Pablo De Santis
Seix Barral – Biblioteca Breve
E-book La traducción
Pablo De Santis nació en Buenos Aires en 1963. Ha sido guionista y jefe de redacción de la revista argentina Fierro y ha trabajado como guionista y escritor de textos para programas de televisión. Su primera novela El palacio de la noche apareció en 1987 a la que le siguieron Desde el ojo del pez, La sombra del dinosaurio, Pesadilla para hackers, El último espía, Lucas Lenz y el Museo del Universo, Enciclopedia en la hoguera, Las plantas carnívoras y Páginas mezcladas, obras en su mayoría destinadas a adolescentes.
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