El dato es que las conversaciones telefónicas empiezan ritualmente así, diciendo “¿Hola?”, deteniéndose antes que nada en el propio canal de la comunicación, constatando una y otra vez, y antes de empezar la conversación propiamente dicha, que el canal efectivamente está y que anda bien. Como si un resto de asombro ante el hecho mismo de que el teléfono exista no pudiese sino aflorar ante cada llamado y ante cada respuesta, como si cada conversación telefónica no pudiese sino verse antecedida por una especie de homenaje implícito ante el prodigio, nunca asimilado del todo, de poder hablar con otro, aunque el otro no esté ahí». (Martín Kohan)
Decía Marshall McLuhan, uno de los mayores referentes del siglo XX en el estudio de los medios de comunicación, que las tecnologías no deben ser apreciadas como meras herramientas, sencillamente dispuestas para ser utilizadas por las personas, sino que el límite que distingue al usuario del dispositivo es en realidad difuso. En otras palabras, enseñaba que no se trata de que alguien use esa herramienta que está a su disposición, en su beneficio, y asunto terminado. Sucede, por el contrario, que en algún punto la herramienta se confunde con su usuario, lo transforma a través de su uso, convirtiéndolo en algo diferente de lo que era. Las tecnologías serían algo así como prótesis, como una pata de palo, unos audífonos, unos anteojos o un marcapasos, ingenios que acaban integrados a nuestro sistema biológico. Como un chip implantado debajo de nuestra piel, o conectado a nuestro cerebro, que modifica nuestras habilidades y maneras de pensar, de ser, de relacionarnos. En definitiva, los medios de comunicación determinan culturas.
Pero hablemos del teléfono, ese dispositivo que hoy se ha convertido prácticamente en un objeto caído en desuso. Porque lo cierto es que ya casi nadie habla por teléfono. Si en algún momento fue el principal medio por el cual una persona podía comunicarse con otra, siendo esa su única finalidad posible, luego el dispositivo fue mutando. El primer cambio nos llevó del teléfono fijo al celular o móvil, lo cual desconectó el número de línea de un lugar establecido, para quedar vinculado a una persona en particular, que podía encontrarse en cualquier lugar al momento de la comunicación. Incluso en lugares y momentos incómodos: otra víctima de este proceso de cambio ha sido la intimidad. Dicho de otro modo, hubo un tiempo en el cual el teléfono -el que hoy llamamos fijo, pero entonces era solo teléfono, pues no había otro con el cual compararlo- marcaba la frontera entre un afuera y un adentro: algo que estaba fuera accedía, a través de un cable, a un rincón dentro del hogar. Luego el celular borró esa distinción y además nos puso a disposición constante, conectados no importa dónde estemos.
El celular también marcó la extinción del teléfono público, y de todos los rituales que estaban asociados a él. Hasta que finalmente hizo su aparición el smartphone, que más allá de la ambigüedad de su nombre es algo esencialmente diferente de un teléfono e impone otras reglas. Un smartphone es un dispositivo que sirve para muchas cosas, además de hablar-por-teléfono: permite sacar fotos, filmar, enviar textos, audio o videos grabados, navegar por Internet, geoposicionarnos por satélite, realizar pagos y operaciones bancarias… Y fundamentalmente sirve para mantenernos conectados de manera constante al universo digital. Una hiperconexión permanente, cada vez más difícil de eludir, que nos transforma en los ciudadanos de un mundo nuevo.
Pero mayormente ya no se usa para hablar. Todavía hacemos el gesto de llamame o te llamo, extendiendo los dedos pulgar e índice para acercar luego la mano a la oreja. Emulamos así un tubo que ya no existe, un formato del pasado, porque el teléfono hoy ya no tiene tubo, del mismo modo que no tiene disco giratorio, ni cable. Entendemos el gesto, pero es extemporáneo. Esta extemporaneidad, que se resiste a desaparecer del todo, nos da la pauta de la velocidad del cambio. Basta pensar que la primera llamada telefónica se realizó en 1915, o que en Argentina el primer teléfono público se instaló en 1930. Un siglo más tarde, estos teléfonos que funcionaban con monedas o cospeles han desaparecido, y los teléfonos fijos son el capricho de unos pocos románticos que se resisten al cambio, que quizás cada tanto añoran también buscar algún dato en las desaparecidas guías telefónicas.
De todo esto nos habla ¿Hola? Un réquiem para el teléfono, reciente libro de Martín Kohan, publicado por Ediciones Godot. Ameno y de fácil lectura, el recorrido por sus páginas nos pone en contacto directo con la evolución del dispositivo, que es también la historia de una serie de cambios en los hábitos de una sociedad y sus integrantes, en un espacio de tiempo asombrosamente breve. La relación del usuario con las diferentes modalidades del dispositivo telefónico marca el pasaje de unas generaciones a otras, la evolución de unos marcos culturales, con costumbres y maneras de relacionarnos con los otros. Así, por ejemplo, las cachadas telefónicas, la época de las operadoras, la búsqueda de un teléfono público que nos permitiese hablar con alguien, los llamados equivocados y la fantasía de que alguno de ellos pudiese desembocar en una inesperada historia de amor, llegar a casa y revisar el contestador automático, el riesgo de llamar a una chica que nos interesara y que fuese su padre quien atendiera. Porque como bien señala Martín Kohan, antes se llamaba a una casa; hoy se llama a una persona. Es raro que un celular sea atendido por alguien distinto de su dueño. De todas estas cosas y muchas más está hecha la historia del teléfono. Y también este libro.
El teléfono siempre ha marcado la ausencia física del otro. ¿Quién no ha golpeado alguna vez el tubo del aparato, al enojarnos con nuestro interlocutor invisible, como un modo de atenuar de algún modo esa falta? Por compensación, está la intimidad de quien nos habla en el oído. Y está también la inmediatez, la simultaneidad en la charla, un tiempo real que el celular ha puesto en cierto modo de lado. Hoy buena parte de los diálogos se dan por alternancia de mensajes, a través de las múltiples aplicaciones de mensajería que existen. Hay un chiste en el cual alguien dice que lo único que le falta a WhatsApp es la opción de poder escuchar los mensajes de audio al mismo tiempo que el interlocutor los graba… Solo para que otra persona señale que eso ya existe, y se llama teléfono.
El teléfono tiene además una gran vinculación con los fantasmas. Antes la voz se perdía para siempre en el momento mismo de ser emitida, transmitida, escuchada. Una voz sin cuerpo. Hoy la tecnología vinculada a los mensajes, a los archivos, nos permiten escuchar una y otra vez las cosas que se dijeron en otro momento. Incluso las voces de quienes ya están muertos, como si no lo estuvieran. Es un modo imaginario de anular el tiempo. Todo queda registrado en alguna parte y es pasible de ser traído nuevamente al tiempo presente cuando menos uno lo espere. Hay una película maravillosa de Giuseppe Tornatore, titulada Stanno tutti bene, en la cual el protagonista llama por teléfono a su hijo, a quien nunca encuentra. El muchacho ha muerto, pero aquel hombre no lo sabe. La voz en el contestador automático, repetida una y otra vez ante cada nuevo llamado, detiene el devenir del tiempo. Lo mismo puede suceder con cada mensaje que hoy dejamos grabado por WhatsApp.
Con un abordaje que por momentos despierta algunas nostalgias por un tiempo pasado que no volverá, pero que también refleja un perfil reflexivo y momentos divertidos, el libro de Martín Kohan es de lectura sencilla, lo cual no implica que carezca de contenido. Escrito en un lenguaje cotidiano, alejado de las discursividades académicas, aborda temáticas que cualquier investigador social podrá aprovechar. ¿Hola? un réquiem para el teléfono no está estructurado en capítulos, sino más bien en una serie de anotaciones ordenadas de un modo casi aleatorio, cada una de los cuales aborda un aspecto puntual del tema tratado. A veces es la letra de una canción la que puede servir de disparador, lo cual nos demuestra en qué medida el teléfono se ha metido en nuestra cultura, al punto de definirla y definirnos a nosotros, sus usuarios, en nuestros modos de ser y de relacionarnos.
En este sentido, el autor enfatiza en algunos cambios sensibles que quizás nos hayan pasado inadvertidos. Así, por ejemplo, antes el ¿hola? que iniciaba las conversaciones telefónicas era interrogante; implicaba también un ¿quién habla? La presentación del interlocutor, del otro lado, era un gesto de etiqueta casi obligado, salvo que se tratase de una amenaza. Hoy la proliferación de las redes sociales ha modificado este ritual, pues en ellas las personas se presentan a menudo con nombres supuestos (nicknames). También sucede, en ocasiones, que presuponemos que detrás de ciertos nombres quizás no están realmente las personas a las que los mismos identifican, sino alguien más que escribe en su lugar. De un modo u otro, redes sociales mediante, es cada vez más usual que hablemos con desconocidos, sin presentaciones previas. Dice Martín Kohan que tal vez se deba a esto que las relaciones en las redes tiendan a ser violentas e incivilizadas. Se trata de otro tipo de civilización, en todo caso.
Una civilización en la cual cada vez hablamos menos por teléfono, y hasta parece haberse convertido en un gesto de mala educación llamar a alguien sin consultar previamente por otro medio si tal llamado no será impertinente. Muchas personas experimentan ansiedad si se ven obligadas a llamar a otra, incluso cuando un llamado crea un vínculo más fuerte que un mensaje con el interlocutor. Sin embargo, hoy la mayoría prefiere enviar un audio antes que establecer un llamado telefónico. Quizás esto se deba a que una comunicación en tiempo real nos obliga a tener a mano respuestas inmediatas, mientras aplicaciones como WhatsApp o Telegram nos permiten editar o borrar lo dicho tantas veces como queramos, controlando así la versión de nosotros mismos que deseamos mostrar.
Las llamadas para charlar son una práctica en declive. Molesta la incertidumbre de no saber cuánto durarán, a diferencia de un audio, que nos permite conocer su extensión incluso antes de escucharlo, saltear partes o reproducirlo al doble de velocidad si nos da la gana hacerlo. Es que las llamadas también se evitan porque consumen demasiado tiempo. En particular cuando hemos perdido las habilidades sociales que posibilitan poner fin a un llamado no deseado. Como un intento por recuperar la intimidad perdida, solemos elegir no responder, o dejamos el celular siempre en silencio. ¿Las videollamadas? Obviamente están reservadas para los más íntimos.
Es evidente que el tema de la evolución del teléfono y de nosotros, sus usuarios, da para mucho y no alcanza con un libro para dar cuenta de todos sus aspectos. De las ochenta y siete anotaciones que integran el trabajo de Martín Kohan -que podría ser descripto como una notable colección de reflexiones y anécdotas en una sucesión caprichosa que en determinado momento llega a su fin-, nos quedamos con una, que de algún modo marca hacia dónde nos dirigimos. Se trata de la experiencia de un artista alemán llamado Simon Weckert, quien un buen día de 2020 decidió salir a caminar por Berlín arrastrando un carrito de juguete con noventa y nueve celulares encendidos. Los posicionadores de esos celulares fueron interpretados por los satélites como un atasco de tráfico, con lo cual todos los mapas de los GPS activos en ese momento indicaron a los sistemas de navegación que debía evitarse esa zona, que en consecuencia permaneció durante varias horas vacía de vehículos. La realidad y la interpretación tecnológica se confundieron. Y esto seguirá sucediendo, cada vez con mayor frecuencia. Germán A. Serain
¿Hola? Un réquiem para el teléfono
Martín Kohan
Ediciones Godot
130 páginas
Comprar ¿Hola? Un requiem…
Martín Kohan nació en Buenos Aires en 1967. Enseña teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires. Publicó nueve libros de ensayo: Imágenes de vida, relatos de muerte (1988), Eva Perón, cuerpo y política (1988, en colaboración), Zona urbana. Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin (2004), Narrar a San Martín (2005), Fuga de materiales (2013), El país de la guerra (2014), Ojos brujos. Fábulas de amor en la cultura de masas (2016), 1917 (2017), Me acuerdo (2020) y La vanguardia permanente (2021). También tiene escritos cuatro libros de cuentos (Muero contento, Una pena extraordinaria, Cuerpo a tierra y Desvelos de verano) y once novelas (La pérdida de Laura, El informe, Los cautivos, Dos veces junio, Segundos afuera, Museo de la revolución, Ciencias morales, Cuentos pendientes, Bahía Blanca, Fuera de lugar y Confesión).
Comentarios