La primera vez que tomamos contacto con el nombre de Gustavo Fedel fue a través del primer álbum de uno de los pocos grupos de rock progresivo que hubo en Argentina, titulado Crisálida, del grupo Espíritu (1975). Otros seguramente lo habrán conocido a través de su participación en el grupo Generación Cero, o lo ubicarán como pianista de Alberto Cortez, Amelita Baltar, Cacho Tirao o Estela Raval. También tocó con la orquesta de Osvaldo Pugliese, con Enrique Llopis, Lola Flores y José Angel Trelles.
En 1984, mientras estaba en Madrid, tuvo un encuentro decisivo con Astor Piazzolla, quien escuchó su música y lo alentó a dedicarse a la composición. A partir de ese momento escribió música a pedido de artistas como Antonio Agri o Daniel Binelli, pero también muchas obras por gusto o necesidad propia. Conversamos con Gustavo Fedel acerca de su trayectoria, sus proyectos, pero también su particular mirada acerca del arte musical.
Tu recorrido musical parece inusualmente ecléctico. Encontramos un Gustavo Fedel tecladista de un grupo de rock progresivo en tus inicios, otro arreglador y compositor de tango, más tarde llegás a la música académica con trabajos miniaturísticos como tus Preludios, pero también con obras de gran escala como tu Stabat Mater o tu Concierto para bandonéon. ¿Cómo se relacionan todas estas facetas?
Hay un hilo conductor que une mis trabajos, que es la sincera exposición de mis ideas musicales, donde prima el sentimiento, es decir el corazón, o el alma, y los conocimientos de las músicas sobre las que trabajé en cada momento o trabajo actualmente. Academia y calle, o al revés. Lo importante es que alguien se sensibilice con esas músicas y que le proporcionen algún disfrute; pero esto no puede ser planteado a priori. Si sucede, esa será mi mayor gratificación.
En la discografía de Gustavo Fedel vinculada al tango se destaca un disco: Memoria y tango, grabado con Antonio Agri, Daniel Binelli y Guillermo Ferrer. Allí aparece la suite La otra ciudad, que después volviste a grabar en una versión para piano solo.
Habría que responder muy extensamente. En mi disco Tangueado hay momentos exploratorios, de mucho atrevimiento sonoro y rítmico. Luego vinieron Tango para el 90 y Memoria y Tango, que son quizás más tradicionales por su formación sonora, pero que expresan dos momentos bien definidos de mi vida: mi segunda juventud, con sus desilusiones ante la situación del país, etcétera, y luego el arribo a la madurez, ya en Memoria y Tango, donde además de los letargos hay recuerdos de amores, seres idos y otros. Indudablemente fue un trabajo muy profundo, con el aporte del siempre presente Guillermo Ferrer, contrabajista que es sinónimo de tango, de un Daniel Binelli que supo tratar las dificultades de mis partituras sumando su conocimiento del género, y del irrepetible Antonio Agri. Sin lugar a dudas creo que es un disco histórico, que pude concretar gracias al apoyo de Litto Nebbia en su sello Melopea, al igual que los anteriores. Juntos son una especie de tríptico tanguero de los nuevos tiempos.
Esto pudo ocurrir porque existió un gigante llamado Astor Piazzolla. Y para aquellos que insisten en que fue un gigante cierra puertas… Mi experiencia dice todo lo contrario. Piazzolla me resultó tremendamente inspirador, pero mi música, si bien tiene que ver con su legado, no buscó ser una burda copia mal digerida de las tantas que abundan. “Me gusta tu música, tiene olor a Buenos Aires”, me dijo una vez Astor. Y esas palabras, y otras que sería largo exponer, me ayudaron a seguir y a soportar silencios y olvidos. Quiero mencionar también a Atilio Talín, apoderado histórico de Piazzolla, que varias veces me acompañó con charlas y estímulo.
Con respecto a la suite La otra ciudad, fue un terreno fértil donde excelentes solistas pudieron mostrar su talento. La reducción a piano, que fue quizás un modo de declarar que esa música me pertenece, logra otra dimensión expresiva muy interesante, más cerca de lo académico quizás, pero con el tango como eje de sustento.
Si bien los límites entre los diferentes géneros son imprecisos, se podría decir que tu condición de compositor académico nace con tu Concierto para bandoneón. ¿Cuál es la génesis de ese trabajo?
Creo que la música tonal necesita justamente eludir los límites que imponen los géneros y ser más abarcativa, lo cual de ningún modo significa que sea insustancial. Aunque a mi modo de sentir, hay géneros que son incompatibles. Precisa y erróneamente se ha trabajado e insistido mucho con ellos, y el resultado me parece mediocre y artificial. Pienso concretamente en el tango mezclado con el jazz, un espanto musical… que no le aporta nada ni al jazz ni al tango. Pero me preguntabas por mi Concierto para bandoneón. La obra nació por encargo de Daniel Binelli y en ese encargo tuvo mucho que ver José Bragato, violoncellista, arreglador y copista de toda la obra de Astor.
Recuerdo el día que fuimos con Antonio Agri a su departamento, y mientras escuchaban la versión de Azul y Oro -y Bragato elogiaba el tema-, Antonio iba pergueñando su propio encargo a futuro, que se concretaría en mi Romanza para violín. La nueva versión de esta obra se llama Romanza y Allegro, por una inteligente sugerencia de Pablo Saraví. Volviendo al Concierto, un conocido periodista musical me dijo una vez que mi obra “adolecía” del mismo tipo de problemas que el Concierto en Fa de Gershwin, y que cuando un músico popular aborda un género académico tiene inevitablemente lagunas. Disparate mayúsculo, que sin embargo se convirtió en elogio al acercar mi fracaso al de George Gershwin.
En tus últimos discos aparecen figuras muy importantes del ambiente clásico argentino, como Claudio Barile, Pablo Saraví, Lucrecia Jancsa, Gloria Pankaeva… ¿Cómo fue para vos, Gustavo Fedel, trabajar con ellos?
No solo me llena de orgullo, sino que me alegran sus palabras, donde expresan que disfrutan tocar estas músicas que escribo y que nacen no siempre de situaciones felices. Diría que más bien es todo lo contrario: en mis músicas hay adioses, duelos, tristezas, broncas… También amor, con diferentes vestidos, ya que el misterio y el amor son eternos. Trabajar con estos artistas es hermoso, y ojalá pudiera repetir la experiencia en otros proyectos futuros.
Muchos han colaborado con mi música, cada uno aportando su talento, a lo largo de los años. Pero cuando se trabaja con solistas tan inmensos, ocurre otra dimensión, se instala la belleza que surge de sus interpretaciones, un plus que me tranquiliza, al punto de hacerme ver en mi propia música (“¡Ah! ¡Así era!…”) algo especial, o intenciones que yo mismo no había percibido. Esto sucedió, por ejemplo, con las obras para violoncello y piano que hicimos junto con Gloria Pankaeva en mi disco Preludios elegíacos, donde el tratamiento del piano no remite en absoluto al tango.
Contame cómo nace el Stabat Mater y tu mirada sobre esta obra en particular.
Mi Stabat Mater nace en un período de mi vida muy cercano a la desesperación total. Hoy, superado ese momento, recuerdo sin embargo que fue escrito en pocos días, tal vez menos de una semana, y la orquestación también la hice luego en muy poco tiempo. El texto me llegó azarosamente y la necesidad de escribir otra mirada fue instantánea. Digo otra mirada porque, si bien algunos de los Stabat Mater muy conocidos me gustan, siempre mi apreciación es parcial, o no me gustan todos los textos puestos en música, o me irrita la grandilocuencia. Yo quise dar una expresión sumamente austera, que es como creo que debe ser tratada semejante tragedia.
Sería extenso dar mi opinión sobre cómo fue tratado el Stabat Mater por los grandes compositores. Pero creo que las tragedias que se vivieron en el país, mi relación con el tango y mi propia ascendencia eslava e italiana, más nuestra trágica Argentina, facilitaron mucho el expresarme sobre tan bello poema y drama universal. Hace tiempo, mucho antes de que fuese ungido Papa, Jorge Bergoglio me dijo: “¿Usted es consciente de que es parte del patrimonio cultural argentino?” Eso fue luego de estrenar el Stabat Mater en la Catedral de Buenos Aires, en 2007. Más tarde se interesó varias veces en saber cómo estaba yo, y en 2012 el Stabat Mater se reestrenó por un pedido expreso suyo.
Hay dos versiones grabadas de la obra. Y cada una es acompañada por sendas sonatas para piano, muy diferentes entre sí.
Las sonatas, que en efecto son muy distintas entre sí, tienen que ver decididamente con mis estudios con Roberto García Morillo, a instancias de Simón Blech. Hace años, luego de grabar el Concierto para bandoneón con la Orquesta Estable del Teatro Colón, me ví programado junto a Beethoven, Thaikovsky y otros gigantes en una grilla de música clásica. Llamé a Blech y le dije: “Simón, esto se está poniendo serio. ¡Tengo que estudiar! ¿Con quién?” Blech me contactó con García Morillo y allí estuve dos años, con alguna interrupción por carecer de medios para costearme esos estudios. Los elogios fueron mutuos, y hoy me enorgullece contar que uno estuvo feliz por recomendarme, y el otro por que hacía años que no tenía un alumno apasionado y creativo… Pido se me perdone la autoestima, pero es necesaria para sobrevivir, porque los senderos creativos están llenos de maleantes.
Mi Sonata Dionisíaca apunta a la tonalidad trágica y la Cromática a la tonalidad recuperada. Disiento profundamente con la llamada Segunda Escuela de Viena y con el término atonal. Antitonal me parece una palabra más apropiada. La tonalidad subyace aun en formas aparentemente no funcionales. Aunque desconozcamos una trayectoria sonora o un devenir melódico, hay un melos que existe, y no puede estar muerto lo que existe. Por eso amo mucha música del pasado, música que no me pertenece, pero que me nutre, me conmueve. Y cuando hablo de mi música lo hago por mero trámite burocrático… Porque si logra emocionar a alguien, cumplió su cometido. Y que me pertenezca o no ya no importa.
No consideramos a Gustavo Fedel un pianista clásico. Sin embargo, decidiste grabar un álbum con el Concierto en Re menor de Mozart, que además suma una transcripción tuya del Adagio de Alessandro Marcello y una versión pianistica del Adagietto de Gustav Mahler. ¿Qué buscabas o querías mostrar con ese trabajo?
¿Quién puede no amar a Mozart? Y el amor es atrevido, quizás al punto de la inconsciencia… Grabé ese concierto, sabiendo que no soy nada original al hacerlo, porque también en el terreno clásico urgen otras miradas. Hay un desgaste en ese ambiente, incluso a nivel mundial, que no es culpa de los compositores. Nuevamente el tema aquí da para extenso. Creo en la belleza intemporal, y si se tratan con respeto las obras que los músicos eternos nos han legado, se acerca un poco de belleza a la vida de todos los días. ¿La batalla interminable entre interpretación objetiva y subjetiva? He visto y oído los desatinos de muchos pianistas clásicos tocando mal tango y otras músicas, solo porque una supuesta superioridad moral y sus buenos dedos los habilitan. ¿Desde qué santuario virginal dictan cómo debe tocarse Mozart?
En cuanto a lo demás, la transcripción de Bach sobre el Adagio de Marcello, quizás la más interpretada, no me gusta. Valoro su rescate, pero su esquematismo lesiona la línea melódica original. Obviamente el piano solo no alcanza la voz del oboe, pero genera otra melancolía, tan bella, que me animó a grabarla en solo piano. Y respecto de Mahler… He ahí otra vez el amor, con sus rincones de desasosiego, sus anhelos, sus ansias, sus desencuentros, sus angustias, la belleza que redime a esta humanidad.
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